Todo está perdido, quienes quieres a punto de sucumbir, lo que conoces va a ser destruido y, justo en el momento más crítico, aparece el héroe, capa al viento y mirada en lontananza. El héroe detiene el mal, vence y todo se soluciona: el mundo vuelve a su ser, logramos lo que merecemos. Quizás el héroe sea un punto ridículo pero es enérgico, poderoso, voraz, inevitable: hará que América sea grande. Otra vez.
Lo hemos visto cientos de veces, en películas que Hollywood nos ha hecho admirar pasmados y que, apenas la pantalla fundía a negro, sabíamos una fantasía, muchas veces infantil pero cautivadora; un sueño. ¿Un buen sueño? Quizás una pesadilla y no nos percatábamos a causa de la excelencia del embeleso; tal vez el hijo de Krypton era tan inhumano como la recta mirada de Lincoln, la entereza de Jefferson Smith (James Stewart), el arrojo de John McClane (Bruce Willis) o la abnegación de Shane (Alan Ladd). La mitología norteamericana se fundamenta en la existencia de un personaje superior y a contracorriente, un súper-mortal que aparece de forma súbita cuando más se lo necesita para salvarnos. No en una vida posterior o un reino celestial, como pretenden otros personajes de ficción, sino aquí y ahora, con un colt o una capa, con la palabra y la acción, como un caballero sin espada o un pistolero solitario cuyo gesto detiene el mundo. Esa es la sombra que cobija a Donald Trump: el esperpento con los calzoncillos por fuera cuyo mando hará grande América de nuevo, el individuo de contoneos absurdos y verborrea grosera que dice cuanto quiere porque todo se le ha de perdonar cuando proporcione a la nación un nuevo amanecer sobre campos infinitos sembrados por los buenos y blancos americanos que esperan al superhombre.
Trump es el único superhéroe posible a estas alturas. Solo es creíble alguien absurdo, un salvador disparatado, como los que pueblan ahora la factoría de Marvel (Deadpool, el Thor barrigón…); solo lo grotesco resulta verosímil, pues lo demás se ha probado ya. El hartazgo de personajes sensatos y concienzudos ha desembocado en ocasión para el héroe tragicómico, el panzón de vodevil, el jubileta peinado con una cortinilla teñida que grita y gesticula da igual cómo o lo que diga. Gritaron Shane, come back!. Y esta vez el magnánimo Shane, el pistolero, da la vuelta y se queda en casa.
Los hemos visto cientos de veces, mitos repetidos hasta alcanzar este delirio que ha acabado por apoderarse de una nación crédula sentada a la mesa donde humea el pavo de Acción de Gracias. Lo hemos visto, pero no lo creímos, porque nuestros mitos eran más remotos y desengañados, ficciones sobre guerras que se ganaban solo para poder regresar a casa o que se perdían para huir entre las llamas y la sangre y fundar una nueva ciudad sobre los mismos cimientos de fuego y sufrimiento. Aquí, por fortuna, los mitos se pueblan de héroes demasiado humanos y de dioses demasiado reales. ¿Hasta cuándo?