Partamos de un axioma (proposición que no requiere, en principio, demostración): todos nos sentimos superiores a alguien (sean pocos o muchos) e inferiores a otros (algunos menos). Puede nacer este sentimiento de la inevitable comparación con los otros, con quienes nos topamos y rozamos cada día y casi a todas horas. Como no podemos vemos directamente (salvo cuando nos colocamos ante el espejo), tenemos que imaginarnos a partir de la mirada del otro, que acabamos convirtiendo en espejo donde intentamos vernos.
«¿Seré como ése?» es una pregunta en la que siempre anda enredado nuestro cerebro. «No, yo no soy así», se responde muchas veces; o: «nos parecemos, pero yo soy mucho mejor»... No podemos evitar también el «ése es mejor que yo» (más guapo, más fuerte, más listo, más rico...). Para el cerebro somos casi seres imaginarios, un cuerpo unido a un yo que parece sobrevolar en torno a él. Los demás nos parecen siempre más reales que nosotros mismos.
Bueno, pues esta complicada manera que tenemos de tomar conciencia de nosotros mismos nos obliga a crear referentes sólidos con que compararnos. Nuestra consistencia, sin la cual viviríamos en permanente inseguridad, la construimos con relación a los otros. Y los otros son de dos clases: los semejantes y los diferentes. Esto se hace más enrevesado (aunque el mecanismo sea muy simple) cuando interviene un nuevo factor: la necesidad de encontrar apoyo, seguridad y protección en el grupo, en sustitución de nuestra frágil consistencia psíquica.
Ese sentirse superior (e inferior) a otro se transforma en un «nosotros somos distintos y superiores». El sentimiento de superioridad se asienta sobre la comparación y el rechazo de otros, que también implica un sentimiento de inferioridad que, para hacerse más soportable, necesita degradar y caricaturizar hasta el escarnio aquello de lo que se carece o admira.
Viene esto a despropósito de una palabra que ha empezado a circular entre nosotros a propósito del separatismo catalán: el supremacismo, palabra que sustituye al racismo, término demasiado ligado a la biología y con resonancias nazis conocidas. El supremacismo no niega los fundamentos raciales de las diferencias, pero los diluye entre otros elementos (históricos, culturales, sociales). El supremacismo recicla también otra palabra en desuso, pero todavía muy útil: el clasismo, o sea, ese sentimiento se superioridad (y desprecio) de las clases acomodadas con relación a las más pobres.
Nacionalismo, independentismo, soberanismo, son distintos modos de camuflar el supremacismo como sentimiento de superioridad, ese complejo (en el sentido psicoanalítico) que mezcla la creencia de ser «diferentes y superiores» con el desprecio y el impulso de destrucción de aquellos que nieguen esa «supremacidad», o sea, la superioridad en grado sumo (supremo es a superior, como general a generalísimo).
Pero concluyo, para cerrar el círculo reflexivo: todo supremacismo necesita hoy, para imponerse, para camuflarse, para ser útil a quienes lo usan (el supremacismo es un instrumento político de dominación), necesita, digo, convertirse en supramacismo moral. ¡Con la moral hemos topado, sí!
Sin entrar en Honduras (y para no llegar a Guatemala), digamos que la moral define aquellos valores humanos y sociales sobre los que se asienta una sociedad: la libertad, la justicia, la bondad, la compasión, la tolerancia, la igualdad, el respeto a la vida, etc. Cuando un grupo se apropia de todos los valores morales positivos, negándoselos a otro grupo, al que atribuye los valores opuestos, hemos de hablar de supremacismo moral. Es el caso de los separatistas-supremacistas.
Pero aún podemos redondear el círculo añadiendo que ese supremacismo moral es hoy la esencia de la izquierda oficial (PSOE-PSC-Podemos, etc...), y quizás por eso ha acabado pensando, diciendo y haciendo lo mismo que los separatistas en casi todo. Esta izquierda, reaccionaria y desnaturalizada, se ha erigido en dueña de la moral, dictando en todos los ámbitos, individuales y sociales, qué sea el bien y el mal, lo aceptable y lo rechazable, lo puro y lo impuro. No defiende ideas, sino que impone dogmas, y en esto ha sustituido a la religión y la Iglesia. Lean la Ley de Memoria Histórica o la del LGTBI y verán cómo han superado a todos los savonarolas, ayatolás, curas carlistas y demás fanáticos felizmente desaparecidos unos, otros dominando todavía a media humanidad.
Reniego de esta izquierda fatua, henchida de supremacismo moral (hay otra, aunque seamos minoría), porque creo que la política es el espacio de la razón, la verdad y la libertad (valores políticos), no del moralismo, sea laico o religioso. Las leyes no están hechas para controlar las conciencias, los sentimientos o las creencias, sino para regular los actos que atentan contra el bien común. Lo demás es beatería, supremacismo, insolencia.
Supremacismo moral
11/07/2018
Actualizado a
16/09/2019
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