Durante siglos, en la Antigüedad, la Edad Media y parte de la Moderna, la tortura y la muerte de seres humanos fueron consideradas espectáculos públicos tan comunes como, incluso, edificantes. Los verdugos más versados en su oficio tenían una alta consideración (se supone que también entre los condenados) y muchos torturadores destacaban por una habilidad instrumental y técnica que aplicaban con deleite. Tal cosa es, para nosotros, no solo inconcebible, sino repugnante. Los tiempos cambian. No solo eso: están cambiando rápidamente y a veces su velocidad deja atrás a mucha gente.
Estos días andan alborotados los llamados taurinos o aficionados a «la fiesta» con la amenaza a sus libertades, dicen, a causa de una persecución, dicen, que quiere acabar con ese arte, dicen. Sin embargo, nadie ha prohibido nada ni ha puesto trabas a que desarrollen su actividad como hasta ahora, que se sepa. Una actividad, por cierto, subvencionadísima. Solo se ha suprimido un premio. Un premio cuya tradición se remonta al vetusto año 2011. Igual se está exagerando un poco con eso de la libertad, que ya vemos grilletes en cada señal de tráfico.
Comentan también tan perseguidísimos aficionados que a Picasso o a Lorca les gustaban los toros, argumento tan de peso como si no les hubieran gustado o como si a Picasso y a Lorca les gustara, también, el café templado. Es normal que gustasen los toros entonces. Son gustos de época, como la mayoría de las preferencias culturales, porque, a diferencia de los gustos particulares, cambian de orientación y a menudo, muy a menudo, desaparecen.
Afirman también medias verdades sus defensores, como esa de que el toro desaparecería (el toro es el macho de la vaca), tal que si matar linces los conservase mejor. Claman la centrosfera y sus aledaños liberales ponderando la hermosura de lances y la donosura de poses convirtiendo este en otro asunto para recibir a porta gayola todo gesto de gobierno que no plazca a sus mercedes.
En fin, en todo caso la suerte está echada. Es tan lógico y sensato que el toreo –o la tauromaquia si se quiere ser fino y grecolatino– desaparezca como que la tortura y muerte de seres vivos no se considere un espectáculo público. Es esa una forma de cultura que no cabe inculcar a nadie ni es posible defender ante nadie por muy ditirámbico que uno se ponga o mucha raigambre rancia que se airee. Es esa una tradición que nuestros valores actuales deben repudiar y la ética rechaza si se considera digna de tal nombre en nuestros días. Las costumbres, el arte y la cultura tienen un tiempo y pasado este aquellas son folclore, ese mera estética y esta un contrasentido. Prolongarlos conduce a la caricatura y, en ocasiones como esta, a la barbarie. Quizás el debate sobre si los toros son o no son cultura pueda resumirse en que los toros fueron cultura, pero ya no pueden serlo. El sufrimiento de un ser vivo no es un arte.