Ya no recuerdas qué te quitaba el sueño aquellas madrugadas de enero en las que el frío rabioso se afilaba las uñas en las ventanas de tu dormitorio.
Ya no recuerdas el número de veces que te repitió: vuelve a casa, vuelve a casa, vuelve a casa, hasta que se convirtió en un mantra sin sentido y le dejaste de escuchar.
Ya no recuerdas por dónde te escapabas cuando te cegaba la luz.
Ya no recuerdas cuál fue la última vez que soñaste que volabas.
Ya no recuerdas la marca de los cigarrillos que solía fumar aquel chaval poco recomendable que te iba a buscar a la salida del instituto.
Ya no recuerdas cuántas veces perdiste el carné de ‘parada’.
Ya no recuerdas qué se siente cuando la verdad te estalla en el pecho como una aurora boreal.
Ya no recuerdas cuándo te dejó de preocupar sentir el camino bajo las plantas desnudas de tus pies.
Ya no recuerdas la cantidad de números que has echado para llegar a final de mes.
Ya no recuerdas cuándo tiraste la toalla para conseguirle el punto al arroz.
Ya no recuerdas qué era lo que más te gustaba de su sonrisa, si el gesto en la comisura de los labios, su tirantez sonrosada o la luz insondable que te amenazaba en forma de luna nueva desde ella.
Ya no recuerdas cuál era la palabra que más te gustaba pronunciar.
Ya no recuerdas cuándo fue la última vez que apostaste con tu ángel de la guarda para que se quedara esperándote en casa.
Ya no recuerdas cuál era el deseo que tenías preparado por si se te cruzaba una estrella fugaz en el camino.
Ya no recuerdas por qué te pareció tan fría aquella agua, tan caliente la arena, tan afilada la roca, tan chillón en su azul el cielo, ni dónde no buscaste el valor que te faltaba para echar la vista a la lejanía.
Ya no recuerdas cuándo dejaste de creerles, de respetarles, de intentar comprenderles.
Ya no recuerdas cuándo decidiste que reciclaran ellos, que ahorraran los otros, que te dejan en paz con tu vida insignificante.
Ya no recuerdas cuál es tu número de la suerte.
Ya no recuerdas lo que sentiste cuando, poco a poco, se fueron quedando atrás, cada vez más lejos, ni cuando dejaste de volver la cabeza para intentar verlas.
Ya no recuerdas hasta qué número tenías que contar, vuelta contra la pared, antes de poder salir a buscarlas.
Ya no recuerdas por qué te inquieta mirar al cielo estrellado en las noches de verano.
Ya no recuerdas por qué la luna es el cofre de los deseos impronunciables, ni cuándo te dejó de preocupar lo que hay en su cara oculta, ni cuándo descubriste que un recuerdo no tiene recuerdos y es por eso por lo que nada recuerdas.