España va camino de convertirse en un país de borregos si de política y sus consecuencias se trata. Y el borrego («persona que se somete gregaria o dócilmente a la voluntad ajena») campa a sus anchas por escenarios de variada índole, reconvirtiéndose, sin dilación y en todos los casos que se le presentan, en la voz de su amo. Y sin el menor empacho, oiga. Aun a costa de perder la credibilidad. Son una especie de tertulianos-Einstein, que saben de todo y de todo pontifican. Y la mayoría de las veces, como es de esperar, la cagan, previa expulsión de ruidosas ventosidades.
Hasta la llegada de Pedro Sánchez al poder, la ‘cosa’ –que diría el compañero y amigo Alfonso Martínez– tenía otros fundamentos. Y nadie se atrevía a decir que en la media noche del crudo invierno lucía un sol de justicia, porque, sencillamente, era mentira y además improbable. Ahora, sí. Es posible. E incluso, si se les achucha lo argumentan y lo bendicen con ardor. Es la rémora de ir por la vida con la cerviz a ras de suelo. O ser de la izquierda de empalagosa mermelada. Pringan cuanto tocan.
Hasta las elecciones generales del 23 de julio, el ‘nota’ que habita La Moncloa se había mostrado como un españolazo de bandera, en relación con el problema catalán y los que lo auspiciaron. Su objetivo primordial era traer de la oreja al huido Puigdemont, juzgarlo y dejar que el peso de la ley hiciera el resto. Pura democracia. Pero por la gatera, y a la vista de los resultados electorales, vio una luz que se colaba y cambió de opinión. Pasó del Código Penal a la amnistía y se armó el belén. Ay, amigo, qué progresía más menesterosa por un puñado de votos. Si no hubiera sido así, el ‘amo’ mantendría su discurso, para regocijo de satélites y opinantes de cámara, que loarían su firmeza y españolidad. Que Sánchez cambiara de opinión si ello le beneficiaba, formaba parte de su ánimo trapisondista, tan repetido en el tiempo. Sin embargo, que los adláteres mediáticos del presidente mudable aplaudieran hasta romperse las manos con la primera decisión –engrilletar al expresidente de la Generalidad– y volvieran –y vuelvan– a rompérselas hasta a hacer callo por lo contrario, suena a befa ¿También cambian de opinión? Resulta vergonzoso ese bastardo posicionamiento, que, al margen de ideologías, solo conduce a su desprestigio profesional. Y acaso personal.
Y lo peor es que estos sujetos y ‘sujetas’ pretenden sentar cátedra y tomar a los ciudadanos por idiotas. Como si fueran títeres de guiñol, ayunos de raciocinio y, por lo tanto, sin sentido común. Y no es eso. España es un Estado de Derecho y la Constitución su inviolable catecismo. Diga lo que diga –que lo dice– el presidente reversible y sus amados sacristanes parlantes, llamados también tertulianos.