Últimamente en los lugares más insospechados experimento momentos de surrealismo leonés. El más reciente, hace un par de semanas. Acompañé a un corresponsal británico a la fiesta de cumpleaños de su majestad ‘the king’ Charles III en la residencia del embajador de Gran Bretaña. Mientras estábamos en la cola para saludar al embajador, Hugh Elliott, y a su esposa salmantina, dos soldados, uno español y otro de Irlanda del Norte, tocaban la gaita, uno, temas irlandeses y el otro, por alguna razón íntima o porque no tenía más repertorio, ‘Asturias patria querida’. Entonces escuché mi nombre a coro, dos excompañeras de ‘Vanity Fair’ estaban haciendo la crónica de la fiesta (podéis leerla en su web). Me contaron que era el último año del embajador en España y había tirado la casa por la ventana. Era verdad: el jardín de la residencia estaba a reventar, señoras con ‘brushing’, caballeros de traje, y toda la gama del arcoíris del mundo uniforme, policía, marina, ejército de tierra. Y políticos, ministros, escritores, diplomáticos, ‘socialites’. Llegó el momento del discurso: prepárense que va a ser tan largo como los de Fidel Castro, dijo el embajador. Y fue largo, pero encontró ese término medio tan ‘british’ entre la seriedad y la chanza. Dijo que, a pesar del Brexit, Gran Bretaña seguía perteneciendo a Europa, y también de que su país importaba 880 millones de botellas de vino español y España, 105 de ginebra. Un excelente intercambio comercial, ¿cierto?
Hubo risas y brindis e himnos nacionales. Abrieron la barra de gin tonics. Subió el tono de alegría general. Y entonces, llegó el gran momento leonés que vivo en todos mis saraos. Vi pasar a un caballero de cabello y bigote blancos, me lancé tras él: holaaa. Se me quedó mirando. Dije: ¿Román Álvarez? Sí, contestó. De Abelgas de Luna, añadí. Esto empieza a ponerse interesante, dijo. Me presenté. Se acercó mi amigo, el corresponsal. Le conté quién era Román: el hijo del panadero de Abelgas; catedrático de filología inglesa en la Universidad de Salamanca; que ha organizado una biblioteca de 4.000 libros en su aldea y sus 40 habitantes tienen la llave. El corresponsal me miró como si estuviera un poco loca, pero los británicos los rasgos de excentricidad se los toman con naturalidad. Román nos enseñó fotos de niños ordenando los libros de la biblioteca. Nos enseñó la foto de la lamparita que tiene encendida día y noche junto a la ventana de la biblioteca. Como un faro, dijo. Y yo pensé, un faro de palabras en la noche.
Después el resto de la velada es lo de menos. El resto se queda atrapado en ese faro en medio de Luna, de la montaña, de los bosques de robles, de los praos de Babia, de los rebaños en el puerto. Bueno, aquí ya se me ido un poco la cabeza, pero ¿no es una imagen preciosa?