31/12/2023
 Actualizado a 31/12/2023
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De nuevo, otro día llamado Nochealgo, digno de un buen pijama de franela y zapatillas de cuadros. O día de adentrarse en la niebla y regresar con la prensa bajo el brazo, exhalando frío y alabando la cencellada que estos días viste a la Pulchra Leonina con vestido de cristal y encaje blanco, digno del mejor estilista. Son horas extrañas de despedirse sin ir a ninguna parte y desearse felices futuros, tan cercanos que están a la puerta. Día de estar como varados en el andén con el equipaje listo, esperando a que las campanas de la torre anuncien la media noche, se abran las compuertas y el nuevo año se extienda sobre la tierra. Un día ya viejo y cansado que no admite noticias pesadas ni espesas, para ser vivido en pausa y caminarlo despacio hasta el fondo de la tarde cuando, por fin, alguien se atreva a descorchar la sidra, las uvas empiecen a distribuirse por docenas, pelando las de la abuela y los más supersticiosos busquen pinceladas rojas que ponerse. Como única noticia: que se acabó el año y San Silvestre está a punto de accidentarse porque la abuela, como no la dejan arrimar a los pucheros, anda de zafarrancho y no tardará en arrancar de cuajo esa última hoja del almanaque, que ya hace días que pidió al carnicero uno con números grandes para ojos cansados y con el santoral completo, de ésos que te dicen a qué conocido felicitar o a qué santo rezar cada mañana, mientras convierte al anterior en una bolita y menea la cabeza repitiendo el mantra «Cómo pasa el tiempo». Todos los años menciono la agenda en la columna de estas fechas y ojeándola antes de cerrarla para siempre, cada vez me identifico más con la abuela y sin ser consciente de ello, repito a coro con ella, desde el silencio ¡Cómo pasa el tiempo! 

Por mucho que se intente disimular y evitar ponerse serio, uno sabe la importancia del año que está cerrando. Un año nacido en un hospital, como a destiempo para nacer y regresar sin haberte ido, echando en falta un puñado de latidos. Hoy se cierra una agenda casi en blanco que recuerda demasiado a la de aquel confinamiento, cuando el tiempo se nos rompió en marzo y comparé sus páginas vacías con un naufragio que nos mantuvo quietos durante meses: “Meses sentados en el rincón del miedo con la vida en carne viva, mecidos por la rutina… el silencio cada vez más callado y los caminos yéndose sin nosotros… Emociona comprobar el tesón de esta agenda que marcó día por día, con sus lunas, como si fueran distintos, como si hubiéramos hecho algo… La del 2020 la guardaré para siempre, testimonio de que nunca hemos vivido tanto, sin haber vivido”. Casi podría utilizar ese párrafo literalmente para describir las páginas en blanco del 2023, con un confinamiento en solitario y la vida aplazada mientras un corazón cicatrizaba. 

Un año quebradizo que fue quedándose con demasiados amigos colgando de sus días. Imposible no mencionar al que se hizo aire hace exactamente una semana. Era Nochebuena, la vajilla estaba lista y la cristalería preparada, pero estaba cansado y no se quedó a la cena. No se sabe si se convirtió en cencellada o en niebla antes de poner rumbo al origen, a la Montaña Oriental leonesa donde el humo y la nieve se abrazan en el aire, a la vista de todos, sin esconderse de nadie. La calma de Epi ya es más calma. Se nos hizo pausa el hombre ‘sin prisa’ de aspecto afable, el Maestro y el maestro, el estilo y la clase pegados a un Paisano del Valle del Hambre, de esa España profunda con caminos de tierra, carámbanos en los aleros de las cuadras y nieve espalada de la iglesia a las casas. 

Leí en La Calle del Orco una frase de Siri Hustvedt que me gustó «Tengo recuerdos vívidos de algunos libros que perduran en mi memoria. Las novelas suelen adoptar una forma pictórica. Veo bajar corriendo a Emma Bovary por una verde colina rumbo a la farmacia, con las mejillas encendidas y el pelo alborotado por el viento. La hierba verde, las mejillas, el pelo, el viento no están en el texto. Los puse yo». Lo mismo me ocurre a mí con El color de las hayas. Siento el calor de sus cuadras y el olor de las horneras con la matanza. Conozco sus mismos robles, ríos y hayas. Los mismos montes con sus caminos y las penurias de unas gentes a las que pongo cara y que han llevado unos recuerdos recientes pegados a una agenda hasta lugares y tiempos remotos, siempre con el Santuario de la Virgen de la Velilla coronándolo todo y arropando el escalofrío que Taranilla y el Valle del Tuéjar sienten estos días. 

Acaba otro año y lo hace exhausto porque el hombre no da tregua y, lejos de apagar mechas, encienden otras. Tiempo roto. Sin apenas brasas para calentar el frío de tanta guerra abierta sin puerta para cerrarla, ni suficiente agua para apagar tanto fuego cruzado. Los niños de Gaza nos siguen mirando y empezamos a temer que en este mundo no quede paz para ofrecerles, ni masa madre para volver a amasar una nueva, ni leña para cocerla, ni palomas para llevársela. ¿Dónde está el humano que manda? ¿Hay alguno cuerdo? 

Paz y trigo para todos, en el 2024. 

 

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