No hace tanto tiempo, o al menos eso a mí me parece, los pueblos tenían su vida. Algunos de sus habitantes tomaban las de Villadiego y se iban por el mundo a mejorar su futuro. Unos cerca, a las grandes ciudades, y otros más lejos, a otros países, allende los mares inclusive.
En los pueblos se vivía, sus habitantes pensaban incluso que bastante bien. Había de casi todo, al menos según sus medidas, seguramente porque, no habiendo mayores conocimientos, esos que hoy día aparecen por todos los lados, tampoco se pedía mucho más. Incluso eran felices, tanto que, de niños, a esos pueblos, los de nuestros entonces abuelos, íbamos encantados, sin móviles, tablet, Wifi ni nada, solamente con el balón, el río, nuestros primos y mucha alegría de vivir. Nos conformábamos con poco, pero ese poco, además de sabernos a mucho, nos parecía más que suficiente.
Y en ese pueblo conocíamos, más bien sabíamos, que había una autoridad, los importantes de allí: el alcalde, el cura, el médico y el boticario, más o menos por este orden, y sin olvidar al maestro. Ellos eran esa autoridad, eran los sabios, no solamente para nosotros, sino para todos (rencillas aparte).
Así eran las cosas. Cualquier pueblo, incluso no demasiado grande, tenía una población estable, un alcalde que les atendía, un cura que les decía misa todos los días, un médico que tenía toda la confianza de los vecinos y un boticario que les daba los remedios. Y un maestro para todos los chavales. Eso era antes.
Poco a poco han perdido su gancho. A los jóvenes no les atraen demasiado, además de que los padres, fieles a su figura, les procuran más amplia formación y los envían a la ciudad, donde claro, una vez allí, vuélvete al pueblo. Los sacerdotes se han convertido en una especie en extinción, de los médicos de medicina general en un pueblo, que vamos a decir, o de los farmacéuticos, que no venden ni una aspirina. El pueblo se va quedando vacío, no hay niños, y tampoco, claro, maestros.
Es la historia de una vida que todos conocemos.
Pero no acaba ahí, porque, los pocos que quedan, esos casi héroes que cultivan el campo o se dedican a la ganadería, reciben todo tipo de ‘ayudas’ para su trabajo, en forma de limitaciones, prescripciones u obligaciones, fruto de esta historia de la agenda 2030 que planea Europa como una Arcadia Feliz, verde y paradisíaca, mientras el resto del mundo se lo pasan por el arco de triunfo.
Y como las desgracias nunca vienen solas, en todo este proceso de desertización habitacional, aparece, poquito a poquito la burocracia urbanística, porque, por supuesto, el campo también ha de ser ordenado, cosa que viene de lejos.
Cierto es que, de alguna manera, construir en el campo no puede ser como en el ‘farwest’, pero tampoco que sea poco menos que imposible.
Empezó por que se delimitaran los cascos urbanos, el espacio en el que se podría edificar porque ya estaba históricamente consolidado, y, fuera de allí, poco o nada, salvo con muy especiales condiciones.
Luego se impusieron las Normas Subsidiarias, derivadas de un documento de nivel provincial que ordenaba los usos, una especie de Plan General Municipal pequeñito, pero con sus mismos principios. Ahí ya se empezó a topar con problemas, pues, teniendo que ordenar espacios y viales, a algún propietario del lugar se le pisaba un trozo de solar o casa, lo que no sucedía con otros (las habituales disputas entre vecinos). Todo eso terminaba por alargar, sino incluso paralizar el proceso. Sin contar que se requerían unos servicios técnicos municipales no soportables por el ayuntamiento. Y así se terminaba por paralizar la poca posible actividad constructiva, necesaria para la agrícola y ganadera, de los pequeños municipios.
Para resolver el problema, después de bastantes años, se han aprobado las Normas Urbanísticas Territoriales de León (NUT), que sustituyen a las antiguas y antes mencionadas Normas Subsidiarias, ya anticuadas. Buena intención se le supone, y todo lo que sea facilitar el desarrollo y frenar la España vaciada y vaciándose, bienvenido sea, pero, por desgracia, el problema general es mucho más grande: la población joven huye del campo, la más mayor se va a las ciudades, donde están mejor servidos en aquello que su edad precisa, y la menos joven está harta de burocracia «por nuestro bien», de especialistas de salón, teóricos, bien pagados, para los que el bienestar de una gallina es más importante que el del que la cuida.
Muchas veces me viene a la memoria el comentario que hace bastantes me años hizo un amigo, ingeniero de montes, muy dedicado a todo lo que siempre ha sido el medio natural, por desgracia ya fallecido: «Sí, hay que preservar el medio ambiente, pero lo primero que hay que preservar, es al señor de la boina». Pero está claro que no.
Y me parece muy, pero que muy bien, que se tomen medidas para que no destrocemos el mundo, por supuesto, pero tal como nos lo están planeando, por el camino que vamos, Europa terminará muy natural y estupenda (lo que no sucederá con el resto, que será el realmente beneficiado), pero dependeremos de ellos para todo lo que nosotros no produzcamos, que será mucho. Y viniendo de fuera todo, o casi todo, lo que necesitemos, al no producir ni fabricar porque eso también ‘mancha’, no habrá con que pagar. ¿Y, entonces, qué haremos? ¿Me lo puede explicar alguien?