03/09/2023
 Actualizado a 03/09/2023
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Siempre sospeché que nos engañaban. El verano no existe, son las madres. Tampoco dura tanto como dicen, alegando temas de almanaques para estirarlo hasta ya terciado septiembre. Para defender mi teoría, acudo de nuevo al poema de Louise Glück ‘Regreso al hogar’ donde dice que «Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria». Mi memoria está segura de que era por estos días, al entornar la puerta de septiembre, cuando las nubes se metían en los ojos de mi madre provocándole tal picor que lloraba durante días. Ocurría de repente, justo cuando llevaba la ropa del tendal a las maletas de sus hijos. Después, al alejarnos la veíamos quedar allí, estática, con la mano levantada pero quieta como negándose a despedirnos y los ojos apuntando al suelo evitando vernos marchar. Ese era el momento exacto en que el verano se hacía añicos en el aire ante la puerta de nuestra casa y los primeros copos caían sobre ella. Al llegar al internado, lo primero que hacíamos era buscar el puñado de avellanas ‘sorpresa’ escondido entre la ropa y no nos sorprendía encontrar el otoño metido en la maleta porque ya habíamos descubierto que el verano sólo existía en el pueblo. Era ella. 

Aquí acaba un descanso consistente en huir de la noticia cerrando ventanas virtuales, aunque haya sido imposible no oír algunas pedradas en los cristales mientras nos dedicábamos simplemente a andar los mismos caminos de siempre, haciendo las mismas nadas, recolectando despacios, silencios y calmas. Vacaciones para almas cansadas, muy cansadas tras un año de abismos y refriegas en las que ha ido ganando la vida, pero fue inevitable faltar a esta cita varias semanas, por lo que no me he disculpado y con tanta torpeza como retraso, hago en este momento. Si en una columna de julio hablé del lujo de provincia que tenemos por la cantidad y variedad de actos culturales realizados en nuestros pueblos y plazas, hoy apetece agradecer a toda la gente que, con la cultura como único ingrediente, nos han permitido disfrutar de un delicioso y sereno verano a los que no andamos para muchos trotes, como un selecto menú servido casi a la carta, sin alejarnos apenas de casa, del que mencionaré mi primer plato y el postre por ser especiales. 

Se llama Miguel Ángel, es restaurador de patrimonio y en algún momento de su charla dijo dos palabras haciendo tan buen maridaje que me atraparon, convirtiéndose en ese mismo momento en el título de la columna de regreso, hablara de lo que hablara. Tierra cruda. Después argumentó su defensa de la arquitectura tradicional, la que se hacía cuando la pobreza imperaba y apenas si tenían tierra en el suelo y lluvia para mojarla. Tierra, agua, adobe, barro, paja… elementos aparentemente débiles que iban haciendo masa a medida que la charla avanzaba. Pusimos nombre a aquel cañizo trenzado entre el adobe de las paredes de mi infancia y pisamos barro. Nos descalzamos y pisamos barro con risas. Tierra cruda, agua y risas hasta hartarnos. Bueno no, hubo que revocar la pared del pajar de Transi antes de que se pusiera demasiado duro. Después, nos lavamos en la fuente todo menos las risas y dejamos Valdefresno felices. No sé si al señor Abella le gustará que resuma así su curso de restauración, pero si supiera lo que significa este relato estaría muy orgulloso. 

 Así regreso, ya instalada en mi estación del año favorita, la que tan lenta viene, la que asoma pero no entra de repente ni puede hacerlo porque el otoño está hecho a mano. Desconozco si se teje, se borda o se cocina. No sé la técnica ni el proceso, pero me es fácil imaginar a un puñado de mujeres enfaenadas de forma frenética, como ellas hacen en vísperas de cosas importantes. Las creo capaces de robar el color a los membrillos antes de meterlos en el armario y sus tonos rojizos a tejas y pimientos. Las veo rascando toda la gama de ocres en cerraduras oxidadas, sacudiendo la higuera para que caigan los verdes más secos, guardando una sombra color gris plomizo o sacando el morado a las brevas. Ya con todos los colores dispuestos puede que lo vayan tejiendo o lo borden día tras día, o quizá lo cocinen macerándolo en pucheros hasta que, por fin, después de veintiún días, lo extiendan sobre la tierra y nos digan que el otoño ha llegado, aunque no expliquen el motivo de la tardanza por ser secreto de madres. 

Ya instalada en este otoño imaginario aún saboreo el postre del menú cultural del verano. La inauguración de la biblioteca ‘Libros Libres’, regalo de la Fundación Busmayor, colocada en el anfiteatro de San Marcos, donde se celebra nuestro Ágora de la poesía cada mes. Allí nos vimos. La abracé suave sin saber qué decir. Ella sonrió y dijo «Tú escribes muy bien y te leo siempre». Así respondió la pregunta que no hice y la recordé que suya es la culpa de poder leerme, suyo fue el capricho y el empeño de que yo escribiera una columna en este periódico y también supe en el acto que Tierra cruda estaría dedicada a ella. 

Gracias Carmen Busmayor, siempre. Bien hallados todos.

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