22/02/2025
 Actualizado a 22/02/2025
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Aventurada de mí, hace no mucho decidí hacer el último trabajo de la carrera sobre la cuestión leonesista. Leí tanto sobre el asunto que vislumbré mi cerebro como una bandera de León arrugada y cosida cuidadosamente con unos hilos que eran cifras, fechas y nombres. Fue como si empezara a vestir unas gafas de lentes color púrpura.

Recuerdo echar mano de otro trabajo sobre la percepción del leonesismo en el resto de España que revelaba lo habitual de asociarlo a independentismos como el catalán o el vasco. Aquello me pareció una ironía, sabedora ya entonces de que este terruño llamado –también irónicamente– «comunidad» había nacido precisamente para crear un centro fuerte –grande– frente a esas corrientes segregacionistas de la periferia peninsular. En la memoria tengo grabada la imagen de mi tutor Antxoka, profesor del grado en euskera, al encontrarse con varias páginas desmontando ese símil.

La cuestión es que creo que no sentó muy bien. Menos aún con un jurado compuesto por cuatro docentes, fervientes nacionalistas vascos, sentados frente a mí en la presentación. Lejos de encontrar alguna semejanza, les vi escudriñando mis gestos, con mirada algo fiera, deseando quizá rebatir mis argumentos; aunque con la certeza de que poco tenía que ver lo que ellos defendían con lo que estaba exponiendo yo. Nos quedó a todos claro en los no más de diez minutos que duró mi intervención.

Con el tiempo he ido comprendiendo el porqué de aquellas miradas escépticas. La razón detrás de esa nota final que me pareció escasa. Creo que pequé demasiado de subjetiva, pero es que sentía mucha envidia de unos compañeros de clase vestidos siempre de su férrea identidad. Quería ser tan de León como ellos eran de País Vasco. Luego advertí que no era tanto el País Vasco como su pueblo. Que allí la gente es de Getxo o de Santurtxi. Que son de Portugalete o de Algorta o de Basauri o de Tolosa o de cualquier otro de los múltiples rincones a los que llega el autobús, el cercanías o el propio metro. Que, por esos lares, ir por la carretera es sinónimo de ver constantemente asentamientos humanos que rebosan vitalidad. 

Advertí también que en mi tierra cada vez somos menos de Riello, de Laguna de Negrillos o de Cubillos del Sil. Que a muchas de sus localidades no llega el autobús; que apenas llega la carretera. Y que el leonesismo sirve, más que para hacer realidad una autonomía utópica, para cuestionar por qué en una provincia la demografía se desangra mientras en otras se hincha como un globo de helio. Para saber por qué el dinero se reparte a montones en unos sitios, mientras en otros no tenemos ni para empezar. Para reclamar que no se omita la conjunción que todavía mantiene los resquicios de nuestra personalidad.

Así que no se preocupen, señores diputados. Que antes de pedir la independencia como los vascos o como los catalanes, los leoneses tenemos por delante muchas cosas que anhelar.
 

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