Pues resulta que gracias a la intervención Divina o a las abejas de Ángel (uno no lo tiene nada claro), nació, delante de la puerta de la consulta de Miguel, el dentista, una tomatera. A su lado, crece, es un decir, un árbol de esos que ponen los ayuntamientos para dar sombra y que, gracias al podador oficial del mismo (que aprendió el oficio en los cursos del PPO), está más cerca de su entierro que de otra cosa. Un buen día apareció, sin saber cómo ni porqué, y mi señora madre, Benita, la adoptó y por su empeño y cuidados, creció y se puso hermosa, hasta conseguir la admiración de todo peatón que pasaba a su lado, más que nada por lo inesperado de verla crecer en un hábitat que para nada es el suyo: tierra sin remover, sin abonar y teniendo que compartir raíces con el mentado arbolito de los huevos...
El día de Santiago, después del pregón que tuve la suerte de pronunciar y que fue algo ácrata (cómo no podía ser menos viniendo de un servidor), la ‘clac’ de incondicionales, gente variopinta y muy tocada del ala, acabó en la acera de mi casa, en el banco de la ‘Moncloa’, bebiendo una lata de cerveza para celebrar el éxito del acontecimiento (según ellos, claro). Entre otros estaba el ‘Pezuñas’, un tipo encantador se mire por dónde se mire, pero que cuando lleva cuarenta cervezas arrimadas al coleto, pierde el norte, pero nunca el sur, el este y el oeste, que es lo importante. Si a esto añadimos que calza un cuarenta y bastante de pinreles, ocurrió lo normal, lo que tenía que pasar: destrozó la tomatera, o eso pensamos todos al verla arruinada y rotas dos de sus ramas. Pero entonces sucedió el segundo milagro: Benita acudió en su ayuda y con paciencia franciscana y dos palitos a modo de improvisadas muletas, logró lo inesperado: resucitó. Uno está por decírselo al cura del pueblo, ‘Bustamante’, para que inicie las pertinentes gestiones ante el Obispado de León y lograr que se reconozca el milagro, porque es un milagro, sin duda alguna. Dios, por lo visto, manifiesta su poder en las pequeñas cosas, en las cosas humildes, esas que los hombres no damos importancia.
Y es por eso que estoy seguro que no se ofendió al día siguiente, el 26, en que la iglesia celebra a sus abuelos, Joaquín y Ana, y se inauguraron los Juegos Olímpicos de Paris, cuándo se realizó una performance de ‘La última cena’ del gran Leonardo. Todo lo más, se reiría con la ocurrencia y pensaría que, de hacerla, bien podían haber puesto actores y actrices de mejor ver, vamos, cree uno. El caso es que se ha preparado la de ‘Dios es Cristo’ y los creyentes, los de extrema derecha, por supuesto, han puesto el grito en el cielo… Y es que los hombres tenemos la costumbre de hacer una montaña de un grano de arena a la mínima que nos incomode algo, como el caso que describo y que, bien pensado, no tiene un pase. Basta recordar aquello de «no ofende quien quiere sino quién puede». Y es que la ‘gouche divine’ no suele perder oportunidad para intentarlo, a sabiendas que, todo lo más, lo que lograrán es hacer el ridículo. ¡Hasta Melenchón (el gabacho que ganó las últimas elecciones en Francia), y que es más zurdo que Messi, ha dicho lo de «¡qué necesidad!». Resulta, además, que los que más han protestado no han sido los católicos, sino que han sido los protestantes (metodistas, calvinistas, etc), y los ortodoxos, desde Grecia a Rusia, pasando por Bulgaria. Además, no han inventado nada: el gran Buñuel hizo la misma parodia, con mucha más mala leche, en una de sus películas allá por los años sesenta del pasado siglo. ¿El resultado?, pues que no se estrenó en España hasta la muerte del General, el mismo que la había prohibido por obscena y falta del decoro. Ya sabéis (si me leéis con alguna asiduidad), que uno no va a la iglesia nada más que en bodas, bautizos y funerales y en éstos últimos, si no es el de un familiar directo, no entra y espera junto con los amigos a que don Ángel, ‘Bustamente’, acabe el oficio. Pero esto no quiere decir que no acepte y respete las creencias de los demás. Por eso, dejando a un lado todo lo que acabo de escribir, lo de la inauguración de la Olimpiada me pareció una soplapollez como la copa de un pino, además de una cobardía absoluta: si te metes con un Dios, te metes con todos, incluido Alá, que en Francia tiene un gran número de seguidores. Pero, ¡ay!, se acuerdan de lo de Charlie Hebdo y se acojonan (yo también haría lo mismo, no tengáis ninguna duda).
Uno leía el primer ‘Jueves, la revista que sale los miércoles’, con puntualidad británica y las tiras que más le gustaban eran las del ‘Dios mío’ de José Luis Martín. Eran absolutamente geniales, soberbias, para partirte de risa. Un Dios orondo, risueño y con zapatillas de andar por cosa de cuadros blancos y rojos… Y, lo tengo claro, no molestaban a nadie, porque el sentido del humor es signo de personas inteligentes…
Salud y anarquía.