La muerte se nos acerca con lógica metafísica, rompiendo toda barrera espacial y temporal. Nuestros mayores fenecen en lechos de muerte con forma de cama de hospital mientras los vivos vemos acercarse a la Parca, que ya empieza a merodear alrededor, guadaña en mano. Sus paseos, intermitentes, van advirtiendo que sus pasos no están sometidos a la lontananza que considerábamos en la infancia abismal.
El tiempo tampoco juega a nuestro favor. El reloj dicta y en su ‘tic-tac’ apreciamos los suspiros que parecen ir agotándose aun sin ser plenamente conscientes. Cada año, vivimos un poquito más el Día de Todos los Santos y algo menos esa licencia anglosajona que de niños tomábamos prestada y ahora pronunciamos satíricamente como ‘Halloween’. El relato se extiende ante nuestros ojos caducos y nos rebela historias que podrían sacarse de un cuento de Poe.
Ayer y hoy se mantienen supeditados al mañana incierto y observamos con terror un futuro que no es comprensible sin final. Aborrecemos la muerte, la padecemos; asumimos una vida a la que queremos buscarle todo un sentido que brilla por su ausencia. ¿Qué sería de una película de miedo sin los gritos del espectador?
Aborrecemos la muerte, la padecemos y, aun así, el luto se erige como elemento tradicional de nuestra cultura. La muerte se encarna en la Parca mientras el luto invade a la señora machucha que viste de negro y llora en el cementerio, tumba por tumba, cuando ya no sabe a quién llorar. Hay hasta miradas codiciosas de tristeza que deambulan taciturnas con el sabor amargo de las lágrimas que todavía no se han atrevido a salir, siempre a la espera de dejarlas correr sobre las mejillas.
Los contextos se suceden unos a otros a merced de esa muerte, sempiternamente trágica, y nosotros, pegados a los televisores, mudamos la preocupación. Asimilamos en instantes efímeros que la locura en Gaza haya adquirido un segundo plano ante la catástrofe natural en Valencia; como cuando nos deja de doler la cabeza para dar paso a la sufridora espalda. Pero no hay analgésico para la tragedia.
Los programas matutinos se lucran impasibles al son de nuestros rostros de estupefacción. La globalización se presenta henchida, llena de comunicaciones que hacen viajar a la información de un lado al otro del mundo a través de tecnologías que no soportan la empatía real; como mucho, una fingida que en un par de meses desaparecerá. Que caduca como nuestra vida.
Aborrecemos la muerte, la padecemos y, aun así, consentimos que su negocio crezca. Nos hacemos cómplices de una lucha de audiencias mezquina. Nos hacemos mezquinos en vida, aguardando a que alguien venga a llorar nuestra muerte. Pero en la farmacia no les quedan remedios contra la hipocresía.