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Tragedias de un periodista del papel

14/11/2022
 Actualizado a 14/11/2022
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La vocación. La endogamia, que se explica por los horarios. Llamar hojas a las páginas, portada a la primera y contra a la última. No distinguir entre columnas de entrada y de salida. Las líneas viudas y las huérfanas. Ser práctico y que te manden a por una caja de ciceros. Saber que pesa más lo de oficio que lo de más bonito del mundo. Que la fuerza es del medio, pero al que descuelgan el teléfono es al periodista. Ser prácticamente alcohólico, escribir en una Olivetti y vestir gorra, tirantes y gabardina. Intentar mantenerse a flote en un mar de conocimiento de un palmo de profundidad. Los compañeros de medios nacionales cuando vienen a provincias. Los de provincias cuando vamos a comarcas. Llamar oficina a la redacción. Apagar y encender el ordenador como solución universal. El autoplagio. Los canutazos de media hora que te dejan los brazos como los de un Playmobil. Que te pidan un texto «fresco, dinámico, joven» o que te digan «esto lo tienes que escribir muy bien». Todo lo que se da por supuesto que sabes aunque no hayas oído hablar de ello en la vida, especialmente sobre personas. Las viejas glorias, las jóvenes promesas. El salario en expectativas y reconocimiento. El plasma.

La verdad, la objetividad, el rigor, la inmediatez. La publicidad, la precariedad, la vanidad, la dejadez.

No ser capaz en nueve años de enseñar al corrector del procesador de textos que no me apellido ‘migrantes’ ni ‘mutantes’, sino Mirantes. Ser un periodista de raza. Usar un cuardeno como una placa policial. El silencio que provoca una grabadora. Dibujar obscenidades en el bloc de notas cuando están mirando lo que apuntas. Dominar las perífrasis verbales para bajar líneas cuando te falta texto.

Pero la mayor tragedia de todas es no llegar a comprender que siempre es mejor ser periodista que trabajar.
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