Graciliano, alias ‘Trianlo’, fue uno de los personajes irrepetibles que dio Vegas al mundo... Viudo joven, se buscó la vida ejerciendo de frutero por los pueblos de la comarca; vendía, sobre todo, en primavera y en verano, cuando la gente no tenía manzanas, peras, cerezas o ciruelas de su cosecha; también escabeches de chicharro, arenques o bacalao seco, el pan de los pobres en aquella España en blanco y negro. Además, siempre tuvo un semental en casa, con el que cubría a las yeguas de Vegas y de los pueblos vecinos. Los guajes, ávidos de emociones fuertes, acudíamos pasmados a ver la cópula del caballo...; algo digno de verse, mayormente por el cipote que gastaba el elemento, algo descomunal, propio de la mejor película porno. Muchas veces, casi todas, veíamos a Trianlo trabajando de mamporrero, algunas veces ayudado por Davizón, porque con semejante instrumento era una misión imposible que el animal acertara, por si solo, a meter aquella barbaridad en la cueva de la yegua. Trianlo, además, era un ‘gigoló’ de manual, a pesar de medir poco más de 1,60 y estar más bien tirando a orondo. Tenía fijación por dos hermanas, talludas, muy talludas, y nada agraciadas por la naturaleza, que regentaban un bar en Boñar, ‘Las Isidras’, situado en la calle principal, enfrente del almacén de materiales de construcción del tío ‘Costillas’. Era impepinable, cuando íbamos a Boñar, hacer parada en aquel local de veinticinco metros cuadrados, feo como él solo, con una pátina de tiempo pasado, de pretérito imperfecto de subjuntivo, que te agobiaba los sentidos nada más entrar. El caso es que, como acudíamos en manada, Trianlo, después de saludar con toda la buena educación adquirida enfrente de un colegio de pago, pedía «metro y medio de mistela»; imaginad, solo por un instante, la cantidad de vasos que cogen en metro y medio de mostrador. Pues lo bebíamos, voto a tal, quedándonos medio ‘groggys’, como un boxeador que ha recibido una paliza de George Foreman. A partir de aquella bárbara consumición, nos convertíamos en los reyes de Boñar, como si fuéramos señorones feudales, de los de rompe y rasga y, ¡claro!, no se nos ponía nada por delante. ¡Pobre de aquel que nos hiciera frente!, como aquella noche de San Roque en que Vitorón, un hombre pacífico y tranquilo de suyo, perdió el norte y se las tuvo con unos asturianos que no sabían con quién se metían...; pero esa es otra historia que dejaré para mejor ocasión, porque merece otro cuento. Trianlo, en fin, vivía la vida como hacían los romanos, aquellos del ‘carpe diem’, y fue una lección que un servidor aprendió y que nunca se lo agradecerá lo suficiente. Luego, con el paso del tiempo y de mil lecturas, me di cuenta de que la gente que se había dejado los ojos y el ‘magin’ discurriendo sobre qué es la vida (la pregunta más importante que un hombre de hacerse), habían llegado a la misma conclusión que él, un pobre hombre que aprendió a base palos, lo que demuestra que por mucho que estudies, por mucho que te dejes los sesos, todos, a poco de inteligencia que gastes, llegamos a las mismas conclusiones. No quiero ponerme espléndido y soltar toda la retaila que me ponen a huevo gente como Quevedo, Shakespeare, Cervantes, Chejov, García Márquez, el tío Fulgencio o Pereira, porque no es necesario, porque hay cosas con las que estás de acuerdo sin necesidad de buscar más pies al gato. Trianlo, como digo, llegó a las mismas conclusiones que Omar Jayam, aquel persa listo como el hambre, y que dejó escritas cosas tan apabullantes como «prefiero el erupto de un beodo al rezo de un asceta», o algo muy parecido, porque ya sabes lo que pasa con las traducciones... En cualquier caso, Omar bebió de las fuentes inagotables de ‘Las mil y una noches’, el libro preferido de Jorge Luis Borges, el escritor argentino con más imaginación que uno leyó en su vida. A partir de ‘Las mil y una noches’, todo es posible, todo es reconocible, todo pasó o pasará en la vida de los hombres. Además, y por último porque no os quiero aburrir, cuándo salía de juerga, Trianlo, soltaba siempre la misma frase: «Villacil, Villacete, Portugal, Austria..., ¡jauli, jauli!» Esta frase tenía que haberla estudiado el mejor semiologo del siglo XX, Umberto Eco, y seguro que no lo habría entendido; lo que siempre me hizo gracia de ella es que acabara con Austria..., metido como una coletilla lejana e incomprensible. Como también hacía el gran Berlanga, que en todas sus mejores películas colaba al ‘Imperio austro-húngaro’. Cosas de genios... Trianlo, querido amigo, espero que me sigas enseñando todo el tiempo que me quede de vida. Salud y anarquía.
Trianlo
24/10/2024
Actualizado a
24/10/2024
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