Aún recuerdo la última vez que acudí al cine en el Teatro Trianón. Con mi amigo Salvador, vimos ‘El Hombre Tranquilo’, de John Ford (John Wayne, Maureen O’Hara), una buena película, ahora políticamente incorrecta –a ojos de los modernos censores de la ideología– por recrearse con la visión de la sociedad irlandesa machista y religiosa en la que se inspira.
En el Trianón pude asistir por primera vez en mi vida a una representación teatral, allí disfruté embelesado de ‘Doña Rosita la soltera’, obra de Federico García Lorca, con la gran Encarna Paso como protagonista en el escenario. Mi hermana mayor, Reyes, se empeñó en llevarme por aquello de que nunca había visto teatro, salvo el Estudio 1 en TVE.
Ahora el Trianón es un gimnasio, un ‘fitness’ que se dice en el lenguaje del momento. Después de casi veinte años cerrado al público, tras haber ejercido también como discoteca y parque infantil, ahora está destinado al ejercicio, a que el personal sude para mantenerse en forma, que es otra manera de disfrutar de la vida. Daba pena verlo sin actividad. Mejor así que muriéndose poco a poco.
El Teatro Trianón formó parte de la historia de varias generaciones de leoneses en sus cuatro décadas de existencia (1946-1986). En mi caso, lo pisé con cierta asiduidad porque era el cine más cercano a la casa de mis padres. Una sala de las de antes, con butacas de madera acolchadas, de esas que te curtían en un par de sesiones. Un lugar en el que pasar un buen rato con los amigos, la familia o las novias de turno.
En el siglo XXI hay menos salas de cine en León que cuando yo era niño. Son cosas de los tiempos que corren. Ahora, con tanta plataforma y dispositivo tecnológico, resulta más cómodo ver en la tele las pelis. No es lo mismo, pero la gran mayoría se conforma. Sigo acudiendo al cine y al teatro, menos de lo que debería, y creo que, de alguna manera, se lo debo al Trianón.