Aún tenemos el alma encogida por estar obligados a dejar de verte y de sentirte, que quererte y de disfrutarte, Gelo; aún seguimos rotos y plenos de congoja cuando vemos tu foto rodeada de muestras de amor. Aún seguimos intentando convencernos de que no volveremos a escuchar tu voz alegre, tu palabra cantarina cuando regresabas de los paseos mañaneros. Todavía estamos inmersos en el aturdimiento de la incredulidad, de seguir llamándote en presente, de continuar pensando en ti como alguien sentado a nuestro lado en el banco de la Prazuela, justo frente a tu ventana.
Esa ventana siempre abierta, esa puerta y esa casa siempre franqueable; esa casa paterna entrañable que Asun y tú recogisteis para brindar a todos un hogar cálido, familiar y amigable, en el pleno sentido de las tres palabras. A pesar de la angustia que nos provoca tu pérdida, de las lágrimas que enturbian nuestra mirada, queremos reconocer tu impronta; explicarnos y revelar al mundo por qué tu imagen se ha agrandado tanto desde el primer momento en que recibimos la noticia el sábado, día 2 de noviembre, del quebranto súbito de tu grandiosa vitalidad. ¿Cómo explicarlo? En medio de ese mar de personas que acompañaban tu despedida y a los tuyos, en la iglesia de San Marco, en el barrio de Pan y Guindas de Palencia, no podemos menos de pensar cuán inmenso eras dentro de tu cuerpo menudo.
La grandeza está en tu perspectiva hacia la vida y hacia los demás, en tu disposición para el bien común, en el orgullo que desplegabas hacia la familia, compañeros de trabajo y amigos de siempre. Siempre fiel a los demás sin dejar de serlo a ti mismo; ahí está la clave de tu dignidad. Y también convendría explicar por qué eras un modelo para los demás, por qué tu camino marcaba la senda a otros; sin discursos, sin palabras altisonantes, sin alardes ni ostentaciones.
Quizás la labor callada, pero la labor incesante; la presencia que alegra el corazón cuando arribas a tu pueblo, «Mira, ya está ahí el coche de Gelo, ya han venido. Asun y Gelo están aquí», pregona su vecina alborozada. La plaza se llena de alegría con esa casa abierta durante una temporada. Lo mismo que cuando se cierra, la plaza se encoge un poco y queda como callada hasta el próximo regreso. Ahora ya no habrá más regresos. Eso pesa mucho en el alma de los amigos y vecinos de este pueblín leonés, que tanto amabas. ¡Ay, Quintana; ay el barrio de Raneros; ay, la plaza de San Nicolás! ¡Qué nombres rotundos de afectos ancestrales, de apegos y de amores! ¡Qué vacíos sin ti! Pero cuánto amor queda impregnado en sus rincones, en sus jardines «quieto, hombre, estate quieto, deja los aspersores»; Pues no, hay que limpiarlos. «Y ahora, ¿qué haces?».
Hay que clavar bien esas traviesas que un día se van a caer encima de un niño y tenemos un disgusto. «¿A dónde vas con ese bote, esa cinta carrocera y esas brochas? Tú, ven conmigo, que vamos a pintar la pista de tenis, que no se ven las líneas. Que lo haga el ayuntamiento. No. Ya compré la pintura, quita, quita, que así mañana podremos jugar. ¿La pagamos a medias? Si no es nada, ya la compré yo. Tú, ayúdame a pintar que me duele la espalda».
En Quintana de Raneros, pueblo leonés que te vio nacer, la ola de afecto, de devoción sería más propio decir, surgió ya en el primer momento, nada más conocerse la noticia de tu enfermedad y se acrecentó cuando el destino inevitable se fijó en ti; es una muestra de cómo tu figura se proyectaba mucho más allá de la Plaza de San Nicolás, cómo tu humanidad, tu generosidad ilimitada, tu planta campechana y cabal, tu paso firme por los caminos del pueblo, siempre de frente con las gentes amigas y desconocidas «tú, ¿de quién eres?», el saludo a los peregrinos a Santiago, «buen camino» y el inevitable «¿te echo una mano?». Así eras, Gelillo, amigo.
Realmente no decías si echabas una mano, te presentabas y te ponías a ayudar, sin más actuaciones. No era necesario. Tu mesa siempre ha estado llena de familia y amigos, mesa grande para que quepan todos, que muchos son y todos caben. De León y de Palencia; de Benidorm y de La Virgen; de cualquier rincón que haya tenido el honor de conocer tu persona y tu huella. Todos queríamos estar a tu mesa: era un honor compartir esa sonrisa de orgullo que desplegabas cuando la mesa estaba llena a rebosar.
Andarín y viajero, a muchos llevaste contigo por esos caminos de aventuras litorales, del levante hispano. Tan dichoso eras en la tierrina cazurra como en las playas soleadas de oriente español; tanto que pronto una segunda piel te fue saliendo bajo el sol; una segunda patria, feliz, cosmopolita y abierta, de la que también te sentías orgulloso; era como culminar una vida con ese disfrute en tierras lejanas que parecían llenar con agua de mar los campos labrantíos de tu infancia. También habría que explicar cómo allí, tan lejos de la tierra madre, conseguiste la felicidad y la armonía con todos quienes te conocieron y te acompañaron.
Bueno, ahora has emprendido el último viaje. Seguro que pronto encontrarás a quién llevar a tu mesa, alguna cosa que arreglar y una playa a la que arribar. Los que te queremos y te seguiremos queriendo, sólo podemos decir, recordando tu saludo: hasta siempre «majo salao».