Es doloroso reconocer cómo un movimiento que alguna vez prometió ser el estandarte de la lucha por la igualdad ha terminado cayendo bajo el peso de sus propias contradicciones. El feminismo, en especial el que ha permeado en la esfera pública y política de España, ha demostrado ser una mentira sostenida por hipócritas y cínicos, incapaces de alinear sus discursos con sus acciones. Este feminismo no solo ha fracasado en su propósito, sino que también ha dejado una huella de desencanto y una conversación pública fracturada.
Desde el comienzo, muchas de las leyes y políticas promovidas por estas figuras se han basado en una visión distorsionada del hombre, reflejando no la realidad de la mayoría, sino una perspectiva centrada en los casos más marginales de violencia y abuso. En lugar de definir a los hombres como individuos con capacidad de redención y autocontrol, se los ha pintado colectivamente como predadores, siempre sospechosos, siempre culpables. Esta visión caricaturesca y reduccionista se ha convertido en la base para una legislación que trata de imponer una versión distorsionada de la justicia, debilitando la presunción de inocencia y atacando los valores básicos de la civilización occidental, que durante siglos se han sustentado sobre el perdón y la oportunidad de redención. El feminismo de aliados también ha infantilizado a las mujeres, presentándolas como seres indefensos y sin capacidad de tomar decisiones propias. Las ha reducido a víctimas perpetuas, siempre necesitadas de protección y guía, sin permitirles asumir una agencia plena sobre sus vidas. Bajo este esquema, las mujeres no tienen el poder de poner límites a quien tienen a 20 centímetros de distancia, pero esperan que alguien más resuelva sus problemas y ponga límites al mundo que las rodea. Este enfoque, lejos de ser empoderador, ha convertido a las mujeres en menores de edad perpetuas dentro del discurso público.
Por otro lado, la narrativa moralista que estos aliados han impulsado resulta, en el mejor de los casos, una farsa. Detrás del relato de «la lucha por la igualdad», siempre hay una caja registradora resonando. El moralismo es el disfraz para asegurar privilegios y el negocio personal. La «tolerancia cero» solo aparece cuando el negocio se ha acabado, cuando ya no queda nada más que proteger o monetizar. Se trata de un sistema donde los discursos éticos no son sino una moneda de cambio que se deja caer cuando deja de ser útil.
Los casos de hipocresía se suceden uno tras otro. Figuras como Alberto Fernández, que se presentaba públicamente como el gran abanderado contra la violencia machista, resultó ser exactamente lo que condenaba. Este hombre, que proclamaba que «quien golpea a una mujer no tiene cabida en el discurso público», fue finalmente descubierto dando palizas a su pareja. Y no es solo él; personajes como Íñigo Errejón también han sido protagonistas de actitudes cínicas y manipuladoras, donde el discurso público de respeto y moralidad contrastaba violentamente con las acciones en privado, que intentaban silenciar a las víctimas para proteger la imagen del movimiento. Esta situación ejemplifica la hipocresía de la izquierda y del movimiento feminista, donde muchos se callaron ante comportamientos similares de otros miembros de su propio entorno. La figura del «aliado feminista» se ha convertido, en muchos casos, en un personaje sospechoso: un hombre que usa el discurso feminista para ocultar inseguridades y comportamientos reprochables, y que, al final, solo perpetúa la toxicidad que pretendía erradicar, y que en la mayoría de los casos es la imagen en la que se basa el hombre contra el que se legisla. Pero incluso ministras especialmente dedicadas a la igualdad de la mujer como Irene Montero o su sucesora callada sobre las acciones de su compañero de mesa del Consejo de ministros o de partido como José Luis Ábalos y sus relaciones por contrato monetario. Y que decir de esa prensa de investigación atenta a tantas irregularidades, pero ciega ante estas actitudes de los aliados,
Esta tendencia a culpar al sistema patriarcal o neoliberal en lugar de asumir la responsabilidad individual es otro de los síntomas más graves de esta generación. En lugar de enfrentar sus propias acciones, muchos deciden culpar al patriarcado, reafirmando la falta de autocrítica que caracteriza a este grupo. Esta actitud no solo les impide mejorar, sino que también destruye el valor del perdón y la reconciliación, principios fundamentales para una sociedad sana. Este enfoque ha causado un gran daño a la conversación pública en España, dificultando la construcción de una sociedad basada en la confianza mutua y el respeto.
Estos son ejemplos contundentes de una generación de políticos y activistas que utilizaron el feminismo como un trampolín para proyectar una imagen falsa, mientras ocultaban, tras la careta del moralismo, sus propias miserias. El feminismo de aliados no fue más que una mezcla de jóvenes ingenuos y sinceros, aunque en número muy reducido, y de una pandilla de cínicos e hipócritas que instrumentalizaron la lucha para obtener poder, privilegios y recursos. Y el daño no ha sido solo personal o político: han destruido parte de la conversación pública en España, convirtiéndola en un campo de batalla tóxico donde el debate racional y el intercambio de ideas han sido reemplazados por ataques morales, generalizaciones absurdas y discursos punitivos. En el proceso, han llevado al feminismo de aliados a un suicidio colectivo, atacando principios fundamentales como la presunción de inocencia y el perdón, y edificando un movimiento en la ausencia de reconciliación.
En realidad, este es el resultado de una generación que ya sabía que todo era una mentira. Una generación que fracasó porque, lejos de ser capaz de reconocer sus propias faltas y superarlas, se dedicó a proyectarlas sobre la sociedad y a construir leyes que fueran reflejo de sus propias miserias. Al final, esta «generación moralista», con su doble moral, con sus discursos grandilocuentes y sus acciones vergonzosas, ha fracasado como colectivo, traicionando los valores que proclamaban defender y dejando un legado de desconfianza, decepción y divisiones.
Para casa, chicos: habéis fracasado. Habéis fracasado como generación. Sois una mentira, y lo sabíais desde el principio. Quizá sea hora de apartarse, reconocer los errores, y dejar que nuevas voces, con verdaderos valores y sin caretas, intenten reconstruir aquello que vosotros os empeñasteis en destruir.