7 de octubre de 2023, esta fecha quedó marcada en negro en el calendario. Ayer asistimos al aniversario de esa triste jornada en la que Hamás lanzó un ataque sorpresa contra Israel. Murieron más de mil personas, casi 3500 resultaron heridas y unas 250 fueron tomadas como rehenes, con todas las vejaciones y atrocidades que ello conlleva.
Tan solo fue el detonante que hizo explotar ese conflicto preexistente y lo convirtió en una guerra. Un año después, lejos de extinguirse, continúa su escalada extendiéndose a otros países de forma alarmante y supuestamente imparable.
La violenta respuesta de Israel no se hizo esperar, con la declaración del estado de guerra y el bombardeo de la franja de Gaza. Complicado, por no decir imposible, determinar el número exacto de víctimas mortales. En este caso palestinos, niños, jóvenes, ancianos, enfermos…
Se habla de bombas, refugiados y de cientos o miles de muertos o heridos. El atacante de turno ofrece las cifras resultantes de su ofensiva como si fuesen trofeos, o millones que se ganan o se pierden en un mal negocio, en vez de seres humanos.
En todo el mundo se convocan manifestaciones clamando por el alto el fuego. Son ciudadanos inocentes quienes pierden la vida o tienen que abandonar su casa, su país. Todo por ambición, exhibición de poder, o como cada cual quiera catalogarlo, de sus dirigentes.
Llega un punto en que resulta irrelevante quien tiene razón o la deja de tener, porque no hay una razón válida que pueda explicar semejante barbarie, terror y destrucción.
Los sucesos de estos últimos días amenazan con elevar el nivel de esta guerra, tan absurda como cualquiera de las sucedidas a lo largo de la historia, pero más incomprensible si cabe por suceder en pleno siglo XXI.
Cada vez son más las partes implicadas. La dimensión que alcanza proyecta su sombra sobre un futuro oscuro e incierto.
Ha de existir una manera de ponerle freno, seguro. A no ser, claro, que a alguien le interese alimentar y prolongar esta hecatombe.