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Un trocito de cielo

23/09/2023
 Actualizado a 23/09/2023
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No soy muy de certezas, salvo en lo que al terreno de la fe concierne. Pero hay una cuestión en la que año tras año y, tras pasar por unos cuantos centros, me ratifico. ¿Qué hacen los niños de doce años, aún en la más tierna infancia, en los institutos?

Cada año les vemos arribar con aires confusos mezcla de miedo y fascinación ante un mundo entre anhelado, por sus ansias de crecer, y temido, por la incertidumbre que les generan sus desconocidos compañeros de viaje.

Algunos, los menos, llegan el primer día con su mochila carrito que poco tarda en desaparecer ante las burlonas miradas de los y las ya mayores de instituto, y se torna en esos pesados fardeles mochileros, anclas para unos, condena para otros. 

Entran con la ternura de la novedad ansiosa que solo se vive con esa intensidad en la edad de la inocencia, un tanto diezmada a veces por inoportunos contenidos digitales que se deslizan por esas pantallas traidoras y que nunca deberían haber visto. Pero en sus ojos lozanos los niños aún claman por serlo y a poco que te descuides tornan a jugar como oseznos recién salidos de la madriguera nodriza.

Desde los centros vemos prioritario cuidarlos, mimarlos, custodiarlos, y si posible establecer barreras y medidas de contención para que no se contaminen de posibles lodos de los que ya hicieron mucho y vieron mucho…

Me decía esta semana una tutora de primero de ESO que en cada cambio entre clase y clase acude a arroparlos: ¡se les ve tan pequeños!, me decía. 

Se lo recordaba esta semana, «sois niños, los pequeños del instituto, recordad que aún acudís al pediatra cuando estáis enfermos, y el pediatra es el médico de los niños».

Por eso, en la gran mayoría de los centros educativos, las clases de los pequeños se ubican cerca de los despachos de los miembros del equipo directivo, en ese afán por preservarles. 

Urge acompañarlos en el proceso de adaptación. Hace unos días, un pequeño de la primera fila a quien llamaremos Jesús me decía: «Profe, los libros huelen a letras, me gusta su olor». Solo un niño puede decir estas cosas, con los ojos bien abiertos y sonriendo con esa candidez descomplicada. El desparpajo de los niños. Son demandantes: piden pañuelos, quieren ir al baño, les molesta que una mesa cojee y hay que calzarla, les gustan los colorines y escribir con letra clara y primorosa si es su costumbre. 

Jesús es un alumno de esa clase a la que he bautizado como mi trocito de cielo por la cantidad de angelotes que veo cuando entro para impartir clase.

Cuando les miro, ruego al infierno que les deje tranquilos, y no puedo evitar echarle una mirada general a ese cielo que se cuela tras sus ojos, para rogar que lo siga siendo.

 

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