En mi pueblo siempre hubo mentirosos merecedores de una cátedra en cualquier universidad de postín; gente que mentía por divertirse y hacerse notar, por incordiar al prójimo y por deporte, ¡que carajo!, que es algo que relaja un montón y te quita el estrés. No decir la verdad ni al cura ni al médico ni al inspector de hacienda es un signo inequívoco de libertad, que a esa gente les encanta meterse en la vida de uno sin permiso y sin pagar ningún fielato, sólo por el mero hecho de cucear y enterarse de todo, incluso de lo más desagradable que haya en la vida de uno. Por eso, mentir a esta nueva inquisición es un acto de rebeldía, de afirmación de uno mismo y mucho más hoy, el momento más horripilante de la historia, en la que te tienes que significar y opinar, ¡qué error, por Dios!, sobre todo lo que ocurre en el ancho mundo. Hoy, por desgracia, existe una suerte de claqué mediático que te bombardea (como a los palestinos), con kilos y kilos de retórica ‘woke’ (por ejemplo), y que hace que nos demos, sobre todo los hombres, golpes en el pecho hasta hacernos sangre, como si fuésemos penitentes en una procesión de Semana Santa. Por eso, soltar trolas, mientras más grandes mejor, es algo necesario, imprescindible para protegernos del mundo, del demonio y de la carne.
Claro que hay límites... Un tipo que cobra del erario público, normalmente un pastón, tendría que tener prohibido por ley soltar mentiras. Me refiero, ¡claro está!, a los políticos, sea cual sea el cargo que ocupen: desde el presidente de la junta vecinal de la más pequeña aldea, hasta el jefe del gobierno de la nación. ¿Cómo puedo sostener esta contradicción acabando de escribir una loa a la trola? Pues porque no es lo mismo que mienta un particular a que mienta un tipo que recibe su sueldo de nuestros impuestos. Aquí no hay vuelta de hoja: alguien que cobra de mi dinero tiene que ser ejemplar en todos sus actos, incluyendo lo de decir la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios. En este país de charanga y pandereta, desde tiempo inmemorial, ha sucedido todo lo contrario: los que nos mandan mienten más que hablan, y es una pena, porque incumplen el contrato que tienen con el pueblo y no se ponen colorados al hacerlo. Y no, esta jugada no va de poner a parir a Pedro Sánchez. Como acabo de escribir, desde que tengo uso de razón he comprobado que todos los presidentes anteriores, todos los ministros, todos los alcaldes, han faltado a su palabra una y mil veces, casi siempre para mantener la poltrona otro mandato más. Hilario y el Majo eran, a su lado, aprendices amateurs, eternos novilleros de plazas de tercera y de cuarta, de los que nunca logran tomar la alternativa, niños chicos sin mala intención y sin resentimientos...; y ambos dos pasaban por ser los mayores mentirosos de pueblecito y de toda la comarca. Famosa es la anécdota de Hilario: un día salió al patio de su casa, por el que pasaba una presa entre las cientos que refrescaban el ambiente, y se asomó un cangrejo, que va y le pregunta: «Hilario, ¿ya marchó Ito?» Ito, el padre de José Ramón y de Javier, uno de mis amigos de toda la vida, vivía en Cáceres y sólo venía al pueblo por Navidad, por Semana Santa y un mes en el verano y pasaba por ser uno de los mejores pescadores de cangrejos de la zona. Es verdad que no hacía falta ser Einstein para aparejarse una cena con estos crustáceos, porque los había por miles y, quién más y quién menos arramplaba con muchas docenas cualquier primavera y cualquier verano. Pero de ahí a que un cangrejo asomara la cabeza para preguntar si había marchado para Cáceres uno de los mejores pescadores, estaréis conmigo, es una trola como Dios manda... Además de divertida, la bola es esclarecedora: no hacía mal a nadie, todo lo contrario de las que nos cuentan, un día sí y otro también, los anteriormente mentados políticos y toda su troupe de palmeros. A lo mejor hay que hacer caso al General (sólo en esto, porque en todo lo demás pecaríamos de fascistas y de sectarios), cuando le recomendó a uno de sus ministros: «Haga como yo, que nunca me meto en política».
El caso es que los troleros suelen ser, sobre todo, muy exagerados y muy graciosos. Recuerdo, como si fuera ayer, los cánticos que perpetrábamos recién nacida la democracia. Por ejemplo, había uno en el que pedíamos «el Bernesga navegable hasta Portugal». O aquel que decía que «León libertario, con salida al Mediterráneo». Además de barbaridades, aquellas bolas cantadas tenían un halo de esperanza y de sueños. Nacían de la emoción, consustancial en aquellos tiempos, de que todo era posible, de que cualquier cosa que se nos ocurriese podía hacerse verdad a poco que lo intentásemos, por muy inverosímil que nos pareciese. Había muerto el General, el que aconsejaba no meterse en política, y todo lo que nos imaginásemos podría hacerse realidad. Eran bolas como las de Hilario y las de Majo: no tenían ningún fin específico, las asumíamos como una cosa natural, perfectamente quiméricas. Por desgracia, hoy todo aquello es recordado como una fábula. Nos ha podido el posibilismo, la peor enfermedad que asola la sociedad, dónde sólo puede llevarse a cabo lo posible, olvidándonos de los anhelos que hervían en la gente como si estuvieran al otro lado de la calle... Salud y anarquía.