Antes de sumirse en el blanco silencio del invierno, la naturaleza nos regala sus últimos frutos. Es el momento de uvas y granadas, hojarasca y membrillo. Decir «otoño» es decir «hidromiel» en los labios de un druida.
Comienza noviembre recordándonos que la vida no es eterna, que la muerte forma parte del truco y del trato y ninguno de nosotros escapará de ella: Omnia mors aequat. De esta certeza tenemos constancia desde que Manrique escribiera sus Coplas, también Shakespeare y el Arcipreste de Hita reflexionaron sobre su poder igualatorio que no respeta jerarquías. Por eso yo siempre les digo a familiares y amigos que las flores, los «te quiero» y todo lo bueno, mejor en vida. Existamos más allá de esta hora o seamos silencio definitivo, de nada nos sirve la espera. El presente es lo único que existe.
Halloween ha llegado para quedarse y convivir con la tradición cristiana de Todos los Santos. ¿Qué quieren que les diga? Ninguna de las dos me convence demasiado. La primera, de origen celta y ancestral, invoca esa especie de portal entre vivos y muertos que permitiría diluir la frontera entre ambos mundos, pero con el paso del tiempo y un buen trabajo de marketing, se ha reducido a una fiesta que ya no sabe ni lo que celebra, el caso es beber disfrazado de calavera o calabaza.
Por otro lado, nunca he entendido esa costumbre tan española de tener que acudir en masa al cementerio. No soy amiga de acercarme a ninguna tumba, pero cuando lo hago, elijo el silencio y el anonimato. Si voy a llorar por aquellos a los que amé y perdí, mejor sin testigos. ¿De verdad necesitamos que alguien nos diga cuándo debemos visitar a nuestros muertos? ¿Por qué nos dejamos mangonear tanto?
Bastante triste es noviembre, con su sempiterna lluvia, con su viento, con su frío, como para que me imponga usted la muerte desde el día 1. Los amantes de la vida aplazamos cita, mejor un chocolate, estimula la serotonina.