La disyuntiva habitual era «yo o el diluvio», pero con Trump ambas cosas vienen juntas. También se decía: «yo o el caos». Y la gente, hastiada y divertida, solía gritar: «¡el caos, el caos!». Pero ya no sucede. Porque con Trump todo viene en el mismo paquete. Es él y el caos. Es él y el diluvio. No hay por qué elegir, pudiendo tener todas las desgracias juntas.
Y en efecto, ganó Trump. Los acerados críticos le llamarán el pato Donald cojo, que es como se llama a un presidente en su segundo mandato. ¡Segundo y último! Toquen madera. He leído que piensa dejar un sucesor. Porque hay un momento en el que los imperios, por muy republicanos que sean, tienden a la dinastía. Bueno, en Estados Unidos ha habido varias dinastías a lo largo de la historia. Presidentes con una fascinación real.
Ha ganado Trump como anunciaban las encuestas (sí, han acertado). Harris subió tras la marcha de Biden pero luego se fue difuminando con su campaña demasiado pegada a la tierra, cuando ya Trump, que es muy terrenal, se había convertido en santo súbito tras el atentado que sufrió, y él mismo, terrenal empedernido, muy de tocar materia, se había pasado a la denominación de origen (DO) ‘Presidente por la gracia de Dios’. Menuda gracia, Dios, o sea.
La noche de la victoria, mientras los seguidores de Harris se quedaban huérfanos (de votos y de cámaras), Trump le dijo a la muchedumbre ansiosa de milagros y bendiciones aquello de «Dios me ha salvado para que yo salve a América». Di que sí, guapi. Eso es un eslogan, eso es ganar religiosamente. No lo de ‘Hacer América grande otra vez’, que ya huele. Debería ser: «Hacer América grande otra vez, que a la segunda va a la vencida, ya si eso». Trumpilandia nada en la abundancia. Un diluvio de bendiciones divinas y, ah, también de Wall Street, que no todo es espíritu.
Por tanto, no sufrimos un desengaño, sino sólo el desaliento habitual. Trump ha ganado brutalmente, casi en todas las acepciones de la palabra. Se especulaba con que no admitiría una derrota, porque hay un nivel de egolatría y de cuenta corriente en el que admitir derrotas es complicado. Pero no ha sido necesario. Las cosas han sucedido como Dios manda (vino a decir) y ha ganado el único que podía ganar (vino a decir también). Y se le veía contento, con toda esa colección de banderas coronadas por el águila, que digo yo que tiene que ser muy rentable fabricar banderas en el mundo de hoy. Se le veía ufano, ¡tomando de la mano a su mujer!, sin ese gesto habitual de cabreo por los detallitos, porque la política es muy cansina, tíos, y la democracia, que demanda tanto de esto y aquello, por Dios, por Dios.
Un Trump satisfecho debería resultar más tranquilizador, como el niño con su caramelo. Vuelve en semanas a la Casa Blanca, que nunca le gustó un pimiento. No es un alpendre, ni una cabaña, pero claro, ante tantas torres y mansiones… Allí verá estos días a Biden, cuya presidencia tampoco ha sido gran cosa. Lo insultó mucho, como a Harris, pero pelillos a la mar. Cosas de campaña, chicos. Trump va a tomar posesión del despacho, esa casita blanca algo modesta, en fin, en ese Washington tan poco afín a sus gustos, pero todo es atrezo, decoración, porque él viene a vaciarlo todo, a la gran mudanza, viene a decir que con esas ideas autoritarias y claras que tiene bajo la gorra roja de tractorista sobran todos los matices, el puñetero engorro de los matices. Tábula rasa, y perdón por los latines: si pudiera, arrastraría la mano por el escritorio y lo mandaría todo a la papelera.
Trump decía en campaña que él lo arreglaría. «Trump will fix it». Es un poco política de plomero, el tipo que te arregla las cañerías, que, hablando de poder, no es poca cosa. Cañerías, alcantarillas y así. Lo sabido. Woody Allen, genio entre genios, decía que encontrar a Dios parece imposible, pero prueba a encontrar un fontanero los domingos. Y por eso Trump pone el anuncio: ofrécese plomero para la Casa Blanca. Y lleva de ayudante a Elon Musk, cuyos deseos de ser presidente parecen obvios, pero no todavía, porque no es norteamericano. No importa. Elon arreglará los USA como arregló Twitter, ya veréis. El que parecía apuntar a Leonardo da Vinci se quedó con el molde, se volvió ultra-ultra conservador, pero nadie como él daba botes en el escenario durante los actos de campaña. Qué tío: no paraba. Botes por votos. ¡Que bote Elon, que bote Elon! Y votaron.
Pues así está el patio. Si Trump es ahora el pato Donald cojo, eso quiere decir que sabe que es su última oportunidad. No quiere oír nada de los que le complicaron la legislatura anterior, que quizás le sirvió de entrenamiento. Ahora sólo afines, entregados a la causa, y Elon Musk, el genio. Y, si la cosa no funciona, siempre pueden salir disparados hacia Marte. Esto sí que es hilar fino.
Como todos los grandes charlatanes, Trump ha prometido, sobre todo, la paz en el mundo. Y el mundo se pregunta cómo lo va a hacer, considerando sus comentarios habituales sobre Ucrania y sobre Oriente próximo, pongamos por caso. Sin embargo, nunca le interesó especialmente la política exterior, aunque Estados Unidos tenga esa maldición de la geopolítica, por su carácter de potencia, imperio o eximperio, y en este plan. Trump, adicto a la política directa (mensajitos, frases huecas), prefiere el contacto individual con los líderes mundiales que le interesan. Es que las instituciones (como la prensa) molestan mucho, parece pensar.
Fue conductor de un ‘talent show’ (valga la paradoja, o el oxímoron) en televisión, donde se decía al perdedor: «¡estás despedido!». Luego ha repetido la frasecita por ahí, con explícito regocijo. Atiendan al puto jefe, dicho sea sin ofender. Recortemos el estado, que sale caro: Elon podría tener una motosierra como Milei, pero él lo hará con más arte, seguramente gustándose en las redes, porque el poder es más orgásmico que el dinero.
Qué se puede esperar de alguien que gana unas elecciones asegurando que llevará a cabo «la mayor deportación de la historia». Y que se puede esperar de que millones de hijos y nietos de inmigrantes le voten con loco entusiasmo, como quien sigue a un mesías de media tarde. ¿Es el final de Estados Unidos tal y como lo conocimos? ¿Ha muerto el partido republicano a manos del rey de las altas torres? ¿Pudiera ser que han entregado el poder al magnate para que pueda cocinar la egolatría en su propio jugo, para que devoremos ese estofado político, para que aprendamos lo que supone jugar con fuego? Está el triste diluvio de Valencia, y este otro, el diluvio de Trump. Ojalá haya un arca que nos ampare, ahora que vamos a surcar un mar inmenso de aguas turbulentas.