Tras lo publicado en el Foreign Policy o información de la política exterior estadounidense, de lo más inquietante a nivel mundial, opino, son las relaciones entre EE.UU y China, primera y segunda potencia mundial; y una incógnita sobre las decisiones que tome Trump, mandamás de la primera y tipo sujeto a la «paz, sí, pero a través de la fuerza». Nada nuevo, pues ya lo predijo Vegecio en el siglo IV: Si vis pacen, para bellum («Si quieres la paz, prepárate para la guerra»).
Es indudable que este nuevo mandato de Trump –tras un mundo al revés en victoria electoral– tiene nuevos desafíos, entre ellos las guerras de Oriente Medio y Ucrania, en las que Estados Unidos está profundamente involucrado. Pero lo más preocupante, a mi juicio, es el papel de Trump con relación a China. La administración actual norteamericana heredó gran parte del enfoque más duro del primer mandato trumpero hacia un gran país asiático en continuo acenso, y es probable que un segundo siga identificando a China como el principal desafío de la propia seguridad nacional. En cuestiones concretas, pero aún más en el comportamiento general, este nuevo gobierno de Trump barrunta cambios significativos en la política interior y exterior de los Estados Unidos.
Al igual que antaño, el Trump de hogaño tira por el comercio. Y, a este respecto, dijo al Wall Street Journal, en una entrevista el mes pasado, que «arancel es la palabra más bonita del diccionario», y la prioridad más clara, por lo que respecta a China, es relanzar la guerra comercial que inició en 2018. Trump aboga por recortar la dependencia estadounidense de China a todos los efectos y bienes esenciales. Pero eso es solo el principio. Su antecesor Biden mantuvo los aranceles originales de la primera etapa de Trump y añadió algunos adicionales; no obstante, este último está dispuesto a ir más lejos. Con los aranceles prometidos de al menos el 60% de impuestos sobre las importaciones procedentes de China, Trump se acercaría a la disociación total de las dos mayores economías del mundo. Esa medida empeoraría la ya tensa relación bilateral y costaría a los hogares de EE. UU. miles de dólares anuales, afectando a sus exportaciones en los mercados mayoristas. Los efectos de una cadena política comercial agresiva hacia China, también acabaría influyendo negativamente en la economía de países europeos y España está entre ellos.
Por su parte, China sigue dependiendo abrumadoramente de las exportaciones para impulsar su crecimiento, y las medidas diseñadas para debilitar ese principal motor de crecimiento son los aranceles de Trump. En su primer mandato, el apalancamiento arancelario sobre China condujo a un acuerdo bilateral que Trump consideró «el mayor acuerdo que nadie había visto jamás». Estaba destinado a impulsar las exportaciones agrícolas y energéticas de los Estados Unidos a China, pero nunca estuvo cerca de alcanzar sus objetivos. La mano dura a China por parte de EE.UU se vería socavada por un trato similar a amigos y aliados como durante su primer mandato.
Otra vez Trump elevado al tabernáculo yanqui. Quedan menos de 100 días para su nueva investidura. En el cerebro de los más pesimistas el mundo es una bomba a punto de estallar y Trump la chispa que puede detonarla.
No obstante, fuera de lo económico y de lo bélico, como ligero apunte de optimismo, las buenas relaciones personales de Trump con Xi Jinping, presidente de la República Popular China, deberían influir —si no son mero faroleo, cachondeo o paripé—, en el devenir político y económico, a juzgar por lo que Trump ha expresado en repetidas ocasiones respecto al presidente chino. Entre otras loas, lindezas y alabanzas: «He llegado a conocerlo muy bien. Es brillante e inteligente al gobernar China con puño de hierro». Toquemos madera para que el elogio no sea, insisto, mero discurso pelotillero. Mucha loa, mucha loa, pero…. la coba sin pasta solo es soba.