Tiene razón Ana Rosa: en España te ocupan la vivienda a poco que te descuidas. Se equivoca, eso sí, en quiénes y cómo. No te la ocupa gente sin dinero y sin hogar que quebranta tu cerradura a la que sales por el pan; te lo ocupan los turistas. Es más, no se conforman con ocuparte la casa, te ocupan el edificio, el barrio, el casco viejo y, si la ciudad es pequeña o muy chula, te la ocupan entera. Previamente, por supuesto, la cosa se ha legalizado no sea que venga un neonazi y desaloje a algún inglés ebrio que haya contratado por internet un ‘bed and beer’. Si la casa es tuya te hacen ofertas que no podrás rechazar: una ruina inminente, unos okupas teledirigidos (nótese la ambivalencia de este adjetivo), de todo hay. Si la casa es ajena, la ley de alquileres sonará como la canción de Paquito el chocolatero, para desfilar en grupo hacia la calle. Al fin, la casa, el edificio, el barrio se gentrifican, que es el nombre fino de este desahucio destinado a satisfacer a una nueva élite, el turista.
Muchos factores explican este proceso, más imparable que la deriva continental. Uno, el precio de los hoteles, que en caso de familias con hijos está pensado para la de Amancio Ortega. Dos, el de las famosas webs que ofrecen a un solo clic los alojamientos de otros y cobran por la gestión. La gestión. Siempre que lo leo, me da por pensar en qué gestión: ¿va a parar ese cobro al informático que diseñó el programa (no), al tipo de la casa (no) o a alguien en concreto (tampoco)? Va a un señor idealista. Tres, el ansia por moverse a todas partes. Dejen de moverse ya, por favor. ¿No tienen casa? Miren que se la ocupan.
Pese a todo, si siguen con ese empeño, habrán notado que los pisos turísticos son de varios tipos, a saber:
Pisos a pie de playa (entiéndase en un radio de 5600 m). Para usuarios en grupo, bien familias clásicas con progenitores, hijos y abuelos; bien grupo alocado y juvenil, que pese a su distinta naturaleza logran efectos similares: suelos arenosos, documentos adheridos a ventanas para bloquear la luz, moratones por choque con mobiliario, estampado de mosquitos estampados, reparaciones imperitas, jaquecas de orígenes diversos, gritos, ominosos silencios y desazón.
Pisos frente a la catedral (orientados hacia su fachada, aunque no necesariamente cerca de ella). Destinados a viajero cultural solitario, tipo flâneur lechugino o cursi cronista de lapicero fácil a lo Robert Walser, así como a parejas románticas a las que la cercanía monumental se la fuma.
Pisos para juergas (ambas opciones válidas). Nota: revisar nevera al salir no quede algún objeto incriminatorio.
– Oiga, el anuncio decía que estaba en el casco antiguo.
– Este barrio tiene un montón de años: fíjese las aceras, están reventadas. Y las farolas son del siglo pasado, lea, lea: año 1996.
– Y no se ve el mar.
– La costa, ya se sabe, cambia de sitio. Por el cambio climático.