Todos vamos y venimos. Todos estamos de paso. Nada debería tener de malo esta costumbre tan humana de moverse, conocer y compartir otras culturas, si no fuera por el impacto que genera tal cantidad de acciones contra el entorno primitivo.
España es uno de los países que más turistas reciben anualmente, el segundo destino del mundo solo por detrás de Francia. No podemos entonces negar ni obviar que el turismo es una de nuestras principales fuentes de ingresos, por eso, la creciente «turismofobia» que se va extendiendo por nuestro país cual plaga de langostas, debería ser escuchada y analizada con cautela y atención si queremos solucionar el problema sin buscarnos la ruina.
Un viajero, un nómada digital o un turista de chancla y camiseta, genera un impacto en el lugar que visita. Un aluvión de extranjeros en determinados puntos hace que dejen de hablarse las lenguas oficiales del país o zona en cuestión, impide su relevancia, ya que los comercios se ven obligados a ofrecer sus servicios en inglés para facilitarles las cosas. Los alquileres se desmadran porque al llegar visitantes con mucho poder adquisitivo a lugares con un nivel de vida más humilde, ellos mandan, la vivienda se dispara porque un holandés, un danés o un sueco, pueden pagar ese nivel de renta sin esfuerzo, mientras que para un español o un portugués, ese coste supone el 125% de su salario, por lo que los ciudadanos se ven obligados a abandonar los núcleos urbanos de las ciudades en las que trabajan, sus lugares de nacimiento, para tener que vivir en pueblos o en la Conchinchina, en algún extrarradio que puedan permitirse. Sufre el ecosistema, los pequeños negocios locales se ven desplazados por franquicias que ofrecen productos fabricados en Indonesia, China o Taiwán que venden camisetas que por mucho que digan «I love Málaga», poco contribuyen al desarrollo de la economía local.
Turismo sí, pero sin invadir lo que somos.