Uno iría a Turquía a visitar las ruinas de ‘Gobelki Tepe’ (el templo más antiguo que se conoce, con unos doce mil años a cuestas), o las de ‘Catalhöyük’, probablemente la primera ciudad que hicieron los hombres (llegaron a vivir en ella cuarenta mil personas), y que tiene la envidiable edad de siete mil quinientos años; o las casas trogloditas de Capadocia; o para bañarme en las costas del mar Póntico...; sin embargo, jamás iría a que me hicieran un trasplante de pelo. Me parece, lo mires como lo mires, una ordinariez. Cada cual tiene que sufrir sus carencias con dignidad, y uno lleva de lo ser un calvorota con toda la del mundo. Además, ¿qué harían sin los calvos los humoristas? Somos el único estrato de la sociedad del que se puede hacer chistes. Los gangosos, los maricones, los gitanos, los negros, los tartamudos, los cojos o los tuertos se han librado del escarnio porque son grupos reprimidos con los que el actual buenismo que nos invade cuida como si fuesen la niña de sus ojos y tienen que andar con pies de plomo, no sea que les caiga una denuncia de Dios te empare. Bueno, miento cuando digo que a los monologistas solo les quedamos los calvos: también se meten con los políticos, que están encantados porque quieren que hablen de ellos aunque sea mal. Excuso decir el partido que sacó Sánchez a lo de «perro»...
Los calvos estamos destinados a la mofa y al desaire desde los tiempos remotos, casi desde que se hicieron las primeras casas en ‘Catalhöyük’. En Roma, Julio, el que sale en los comic de ‘Asterix y Obelix’, llevaba fatal su alopecia, y lo de andar siempre con la corona de laurel era, mayormente, para disimularla. Peor fue lo de Calígula, que en un ataque de locura de los suyos, una mañana mandó matar a todos los calvos que encontrasen sus pretorianos por las calle de la ciudad eterna. Además, supongo que lo de la falta de pelo es una cuestión genética, de raza. Es raro ver a un rubio o a un pelirrojo calvo y, en cambio, es bastante común en los morenos, tipo mediterráneos, subraza según los cánones de los ários. Uno tiene claro que le viene, lo de tener la calabaza monda, de familia: mi abuelo, mi padre y mi tío me precedieron, y lo tengo súperclaro: mis hijos y mi nieto, con el tiempo, acabarán como un servidor. Antes de los trasplantes turcos, la gente monda acomplejada se ponía en la testa un bisoñé que no engañaba ni a sus familiares. ¡Mira que nos reímos del pobre señor Tagarro y su peluquín!, porque parecía, el bisoñé, un nido mal parido de un pájaro sin ganas de trabajar. Además, estar calvo tiene sus ventajas: ahorras un dineral en peluquería, te secas la bimba en un pis pas y, lo mejor, te queda la barba que te cagas, aunque sea canosa. Y con las doñas suele ser un éxito garantizado, sobre todo con las que tienen cierta edad, porque te acarician la cabeza como si fuera una bola de las que te dicen el futuro. Uno (no es por presumir), nunca ligó tanto como cuando quedó calvorota; no sé, será que ellas, las pobres, están un poco tontas con la edad y eso.
El caso es que, aunque en mis citas dejo meridiano que estoy retirado de los asuntos de la ingle, ellas no cesan en hacerme carantoñas, como si uno se hubiera convertido en un muñeco de los que se mean y dicen tacos, como con los que juega mi nieta.
Claro es que uno puede llevar a rajatabla aquello de «el que no se consuela es porque no quiere», aunque lo dudo. Calvos famosos, como Kojak, Yul Brynner o Manolo Quijano (padre), dan fe de lo que acabo de escribir: los alopécicos molamos un montón, aunque les joda a los que tienen sólo una neurona y se meten con nosotros. Lo mires como lo mires, el que suscribe tiene claro que no irá a Turquía a ponerse pelo. Tampoco, por desgracia, lo hará para conocer las maravillas que os describí al comienzo de la columna: además de calvo, me he vuelto vago con cojones y viajar más allá de Madrid, del Bierzo, de Asturias o de Cantabria me parece una enormidad que no merece la pena. Y si a esto añadimos que, con el tiempo, he cojido una fobia visceral a los aviones, pare usted de contar: como en casa, en ningún sitio. Salud y anarquía.