Poca gente, nieve recién caída y el sol de febrero estallando en los picos. Un esquiador no le puede pedir más a la vida. El hielo por las hoces de Valdeteja obliga a calmar el ansia, que inevitablemente se desata al ver el espectáculo de las moles glaseadas del puerto de Vegarada, mi particular norte. Estreno esquís. Parece que giraran solos. Primera bajada por Riopinos. Buah. La capa no es muy espesa pero la nieve parece nata. Cebolledo, Requejines, otra vez Riopinos, otra vez Cebolledo, otra vez Requejines. Pillo alguna piedra que me duele como si rayara un coche nuevo. No paro ni un solo segundo. Parece que quisiera recuperar en una sola mañana los sinsabores de esta triste temporada. Traigo bocadillos de un tamaño escrupulosamente pensado para tener el tiempo justo de comérmerlos en cada uno de los distintos telesillas. Las bajadas se me hacen cortas. Residente y Robe me amenizan las subidas. Atiendo varias llamadas, muchos mensajes, la cobertura va y viene, pero, en realidad, nada me hace desconectar tanto como el esquí: a cualquier hora, en cualquier valle, pienso en lo que estaría haciendo si no estuviera esquiando y el plan es siempre mucho peor.
Apuro al máximo. Bajo como un rayo con la esperanza de que me dé tiempo a hacer otra antes de irme a trabajar. La central de Riopinos está cerrada, sin pisar pero «crema», que dicen los guays. Me acuerdo de aquel verso de Gamoneda: «La nieve cruje como pan caliente y la luz es limpia como la mirada de algunos seres humanos». A mi lado pasa un tablero asturiano que me grita: «Ta prestosu, ¿eh?». Asiento, puede que en leonés. Llego a tiempo, antes de que me caduque el forfait de cuatro horas que solo me ha costado 18 euros. Cojo el telesilla convencido de que será mi última bajada, siempre la mejor, pero a los pocos metros se detiene y un maravilloso silencio inunda todo el valle. Se para un buen rato, más de lo normal, más que si alguien se hubiera caído al subir o al bajar. Arranca de nuevo y se para al metro. Repite la maniobra ocho o diez veces y otras tantas se para. Hago balance de la situación: me queda un bocadillo, me queda agua, me queda una chocolatina, tengo tabaco y tengo mechero. Y lo más importante de todo: he quedado parado al sol, este sol de febrero, hipnótico, quizá el mejor del año, pálido e incisivo a la vez, delicioso. Procedo.
A la media hora, un mensaje confuso por los altavoces, escueto, con diplomacia evidentemente leonesa, dice algo de «evacuar». Aparecen un par de motos de los operarios de la estación, muy avezados en solucionar el problema. La silla se empieza a mover muy despacio, como una tortuga, luego supe que con un motor de emergencia. Avanza tan lenta que pienso que no voy a llegar a currar por la tarde. Aunque, pensándolo bien, es la noticia la que se me ha presentado a mí. Tres cuartos de hora después corono y hago la última bajada que, ya en frío, dista mucho de ser la mejor. Cuando llego por fin a la redacción publico «Una avería en la silla de Riopinos deja ‘colgados’ a medio centenar de esquiadores». No, no me lo contaron, no me dijo nada uno que conocía a otro que tenía un vecino que se lo dijeron y que resultó ser el mismo que ya hace años juraba haber visto lo de Ricki Martin y la mermelada. No: yo estaba allí, colgado, esta vez literal.
Empieza a funcionar la trituradora del periodismo contemporáneo (la esparcidora de abono, más bien), en el que muchas veces se ven oscuras intenciones, conspiraciones de hackers rusos detrás de los bulos, pero a menudo la realidad es mucho más patética. Se agravan algunos de los viejos problemas: contar lo que has leído «con tus propias palabras», ese método que antes parecía de vagos pero que ahora, por si eso fuera poco, ya puedes pedir que te lo haga directamente la inteligencia artificial «con sus propias palabras». Aunque el ruido viaja ahora más rápido porque se propaga por los teléfonos, el resultado es el mismo de toda la vida: la teoría del teléfono escacharrado. Los primeros en plagiar son los de una web no oficial que se creen dueños morales de San Isidro. De su cosecha añaden un párrafo final sobre la falta de inversiones y el abandono de la estación. La verdad es que tienen razón y la mejor prueba de ello es que todavía no les han chapado su web por suplantar a la página oficial, con la que se confunde mucha gente, entre otros una agencia que inicia la peligrosa cadena de plagiar lo ya plagiado... y así hasta viralizar el asunto y que Telecinco quiera mandar una unidad móvil porque creen que ha pasado lo mismo que en Astún.
Al otro lado de las letras están los convencidos de que todo lo que han leído, no saben bien dónde, lo ha escrito el mismo. El martes alguno me consideraba autor material e intelectual de toda la bazofia que se publicó después. A los que no saben dónde leen lo que leen, además de mandarles un saludo afectuoso, les voy a dar un consejo que no me han pedido: a partir de ahora, si una noticia la firma una tal IA, no es Isabel Álvarez, y si firma AI tampoco es Amador Ibáñez. Y si no hay firma, el texto huele a rancio y el tono es como de opositor a notarías, peor. Aunque no te lo enseñaban en la facultad, hasta ahora siempre se cumplía lo de que la culpa suele ser del mensajero, pero con la IA va a ser más complicado, así que les deseo mucha suerte.
Con su evidente retraso, la Diputación responde asegurando que la parada del telesilla duró solo «cinco minutos», lo que me obliga a preguntarme, porque nunca sospecharía de que nuestra institución provincial nos mintiese, cómo es posible que me pusiera tan moreno. Sí es verdad que se me hizo corto, tanto que si pudiera aún seguiría allí, disfrutando de sol, de la nieve que crujía como pan caliente y la luz limpia como la mirada de algunos seres humanos, si acaso la de algunos de los trabajadores de la estación, no la de muchos mal llamados periodistas.