Escribió Campmany, en una de las columnas más veneradas del oficio, aquello de que «Muerto César (González Ruano), a mí los muertos se me dan como nadie». Ambos, junto a otros maestros del articulismo español, han rubricado algunas de sus mejores páginas en funerales y obituarios. Los muertos ajenos alientan como pocos sucesos la literatura de diario que se publica en los periódicos. Sin embargo, la muerte propia es más difícil de abordar. Dejar de escribir en un periódico en papel es morir un poco para un amante de este género difícil y apasionante (convierte al firmante en testigo, analista, prescriptor, crítico y prosista) que jamás llegaré a tocar dignamente con mis palabras. Cerrar la hemeroteca que te cobijó durante años es doloroso y, aunque habrá reencarnación, todo punto y final acaba inevitablemente un capítulo.
Esta es mi última columna en La Nueva Crónica de León tras siete años y dos semanas que aunque enunciado de ese modo suenen a condena han sido un privilegio que jamás podré agradecer lo suficiente. Trescientos sesenta artículos, columna arriba o abajo, en los que este periódico y su director me han concedido el lujo que persigue todo articulista, que no es otro que poder acertar y equivocarse con total libertad en la visión del mundo que se va desgranando por semanas. No se me ocurre nada más valioso para quien aquel 2 de noviembre de 2017 se comprometió a mancharse con sus palabras.
Resulta complicado escribirse a sí mismo el obituario de este espacio estrecho y alargado donde habitaba tan cómodo. Es una necrológica dulce, seguiré (espero) con la tierra bajo mis pies, pero necrológica al fin y al cabo porque qué es la muerte si no dejar silencio y recuerdo. Agustín de Foxá también se escribió una despedida, de las más bellas y serenas que jamás leí. Dos de esos versos son mi epitafio de columna, página y diario. «Y pensar que después de que yo me muera, aún surgirán mañanas luminosas». Les deseo esa luz para todas sus mañanas.