Urgencias de la vida
28/01/2018
Actualizado a
19/09/2019
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Mientras ustedes leen esta columna dominical yo estaré celebrando mi cuarenta y un cumpleaños en Lisboa. Decidí que la breve escapada fuera en la capital lusa porque Marta, a modo de regalo, siempre me deja elegir destino para conmemorar el natalicio. El año pasado, por ejemplo, tenía claro que debía estar en León. Lo que nunca pude imaginar es que mi mujer fuera capaz de reunir, por sorpresa y bajo un mismo techo, a casi medio centenar de invitados. Este finde, la ciudad de Fernando Pessoa se erige en metáfora de la vida, esa que el poeta portugués no podía tocar pese a verla a través de un tenue cristal. Llevo quince días moviéndome entre el desasosiego y la melancolía, con esa dosis de saudade que solo nuestros vecinos peninsulares saben explicar. Si hace doce meses todo era fiesta y alegría por entrar con fuerza en la cuarentena, hoy me invade una cierta prudencia. Esta historia empezó con un catarro mal curado tras los fastos navideños que me ha llevado por siete consultas médicas en menos de una semana. La primera, un martes cualquiera, en el centro de salud más cercano a la oficina buscando un remedio para una tos digna de un minero. Allí, en pleno corazón capitalino, comprobé atónito como una chica con tarjeta sanitaria de Castilla y León fue amonestada por enfermar en Madrid y no en su ciudad natal. A mí, con los papeles en regla, me despacharon con un jarabe que lejos de curar la dolencia añadió al cuadro varias jornadas de estreñimiento. Tres días después recalé en el hogar paterno hecho una piltrafa, con parada previa en las urgencias de Eras de Renueva, esta vez sin discriminación territorial porque los cazurros, creo yo, somos más solidarios por naturaleza. Dos noches eternas en mi antigua habitación juvenil, una madre preocupada y otra visita al ambulatorio antes de coger el tren de vuelta con una mascarilla puesta para asombro del resto de viajeros que se tapaban la boca cada vez que me retorcía en el asiento. El lunes amanecí con el médico del seguro en mi lecho de Chamberí para comprobar que la ausencia laboral no era fruto de una descomunal resaca. A las doce del mediodía entraba en la sala de espera de la Clínica Ruber, una de las cinco que podía elegir. Todo el martes en busca de mi doctora de cabecera para certificar el reposo domiciliario con el sello del sistema público y el miércoles, casi recuperado, séptima y última consulta médica. Nada grave, queridos lectores, un virus personalizado y el acojono de sentirme viejo con tanta vida por delante, o eso espero.
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