Hacía ya tiempo que, gracias a Dios, no había estado en Urgencias del Hospital de León. Y la idea que tenía –y, por lo que hablo con unos y con otros, debe de estar bastante extendida; no sé si será también tu caso– era algo así como la de un lugar con un montón de personas poco menos que amontonadas en el que te tirabas unas cuantas horas antes de que alguien tuviera a bien atenderte… para, tal vez, despacharte a la carrera, sin hacerte mucho caso, emplazándote al procedimiento ordinario… A pedir cita para el médico de familia –yo le sigo llamando ‘de cabecera’–, vamos. Y de donde, frecuentemente, salías como entraste, solo que, además, de mal humor por la experiencia vivida y con la sensación de haber perdido el tiempo…
Esa, te decía, era la idea que tenía… hasta la semana pasada, cuando tuve que pasar por allí; y eso que no me dolía nada… Digamos que fue un aviso; una señal –como me dijo Mila– que me mandaba mi Cristo Moreno… El caso es que, esa idea… cambió por completo.
La sala de espera estaba llena; en eso –las cosas como son– no me equivoqué mucho. Pero, a partir de ahí, la verdad es que me atendieron en un pispás; como el que va a visitar un museo con una de esas entradas con las que no hay que hacer cola, o como el que cuenta con embarque prioritario al coger un avión. Supongo que en esa idea de estar allí esperando horas y horas hasta ser atendido tenga algo que ver que no todos los pacientes son igual de ‘urgentes’… Y, sí, es cierto que me pasé allí un ‘ratín’; pero, claro… que te hagan las pruebas pertinentes, las analicen y demás, naturalmente, lleva su tiempo… Y es muy de agradecer, dicho sea de paso, el trato exquisito y la amabilidad ejemplar de celadores, enfermeros, médicos…, aun cuando las circunstancias no eran, ni de lejos, las mejores…
Ya sé que puede sonar a tópico pero, generalmente, no nos damos cuenta de lo que tenemos –o, mejor dicho, no lo apreciamos en su justa medida– hasta que la vida, a la fuerza, nos obliga. Y no debería ser así.