39 de fiebre de 2025. El centro de salud está a reventar. La sala de espera es tan angosta que muchos compartimos la misma duda, si está pensada así adrede o es un error arquitectónico que este lugar sea tan incómodo y, por el contrario, se abran cerca tantos pasillos y vestíbulos amplios, en apariencia siempre desiertos. Abundan las toses y algún lamento; que alguien se te acerque provoca un ligerísimo pero resuelto desplazamiento en cadena ante la sospecha de contagio de algo que no padeces. Dan ganas de marcharse. Quizás la estrechez y la incomodidad sean, al fin, una medida disuasoria.
Recuerdas que ya la entrada, en efecto, ha sido hostil. Una persona con bata blanca gesticulaba en la puerta guiando el trasiego peatonal hacia una ventanilla acristalada donde se pertrechaba otra que hace aspavientos y grita sin que el vidrio deje pasar el sonido. Un letrero medio desprendido avisa: «hable junto al interfono», pero está tan rodeado de otros letreros (no olvide, no pierda, no toque, no grite….) que solo llegas a leerlo distraídamente después de la clase de mímica, cuando esperas a que fichen tu expediente. Al cabo, te otorgan un papelito con un código y tu nombre, el galardón de la prueba superada, la primera de las pruebas a superar.
Cuando te percatas de que llega más gente de la que se va tu moral sufre un primer desgaste. Pronto adviertes también que los pacientes son ordenados mediante una lógica ajena a tu capacidad de entenderla, pues obedece a normas de otro mundo. En ese otro mundo tu caso no urge. En ese mundo hostil del dolor y el sufrimiento eres un principiante o un caprichoso. Deberías irte.
Aun así, te quedas. Te dices que hay quien no parece en peores condiciones y que volver a casa solo serviría para arrepentirte y, tal vez, regresar más tarde. La fiebre tampoco permite pensar con claridad y llega un momento en que no sabes si este lugar es tan ingrato como te pareció o una simple alucinación. El tiempo se desliza oleaginoso entre las camillas y las sillas de ruedas, por medio de quienes os apoyáis en la pared para no sentaros en el suelo como hacen algunos. El personal médico, sobre todo femenino –¿enfermeras, doctoras, alguna otra y secreta categoría?–, muestra dotes de mando y una diligencia expeditiva tranquilizadora cuando se aplica a otros pero que, llegado tu turno, inquieta. Crees que pueden pasar algo por alto, algo grave que solo una exploración detenida descubriría. No seas hipocondriaco, piensas. Y no lo eres, pero… Después de un par de frases y una sonrisa de oficio que quizás no fuera para ti, te envían a otro lugar también estrecho y abarrotado de gente para hacerte una prueba. Comienza una nueva espera. Te sientes más seguro. No por la prueba, sino porque conoces el procedimiento y saberlo proporciona una certeza gratísima. Saber qué hacer, hacer algo. Aunque, de momento, sea esperar.