Un par de urracas vienen a verme a mi puesto de trabajo. La gente me dice que tengo suerte, pues mi silla está al lado de una ventana, en un edificio que es como un Corte Inglés donde no se sabe cuándo es de día ni cuándo las noches son. Yo les digo que sí, y es verdad: les comento que está lloviendo cuando llueve y que hace un día muy bonito cuando luce el sol. Pero lo que más me gusta de mi sitio es ver las urracas.
No sé si es porque el grueso ventanal hace ese efecto espejo que impide atisbar desde el exterior lo que hay dentro o si, directamente, pasan de mí. El caso es que parecen totalmente ajenas a mi existencia y se dedican a husmear entre las piedrinas del terrado. A veces les hablo y les digo que podrían construir ahí, delante de mis narices, uno de esos nidos que dicen que hacen, con cuentas de colores y trocitos de plástico brillantes que roban y luego acumulan.
Cuando las veo ahí, tan cerca, con ese brochazo azul en el borde de las alas, pienso en la belleza abrumadora del mundo. Ajeno a nuestras cuitas, el universo sigue con su curso. Se expande, muta, se mueve. La mayor parte del tiempo no nos fijamos en ella, pero la perfección existe: El otro día un buitre negro se acercó batiendo sus alas y se posó ahí, ante mí, mirándome a los ojos.
Siento algo parecido ante las imágenes del rape abisal que encontraron hace unos días cerca de las Canarias. El bicho, al que algún desaprensivo puso el nombre de ‘demonio negro’, había permanecido hasta entonces en las páginas de curiosidades de nuestros libros de zoología de la infancia. Con su pedúnculo luminoso para atraer a las presas a su boca y sus dientes desbordantes, pertenecía a ese reino de criaturas semidesconocidas, casi extraterrestres, que habitan los fondos marinos.
El verlo nadar, a plena luz del día, acercándose a la superficie, tenía algo de épico. Era su último viaje, pues los científicos que lo filmaron dijeron que murió poco después. Pero se diría que en la forma de mover su cola y su determinación vertical había algo más que una dirección equivocada.
Me gusta pensar que la criatura quería ver el mundo que hay al otro lado de la superficie. Más allá del límite que separa el reino acuático del aéreo. Que aún sabiendo que la diferencia de presión o la luminosidad acabarían con su vida, algo le empujaba a subir, asomar la cabeza, y luego morir. En los movimientos de su cola (acaso comestible) hay algo más que unas células contrayéndose y estirándose: hay una sinfonía de belleza eterna.