Pronto empieza el curso escolar y muchos jóvenes se quejan del retorno de las obligaciones y los horarios pautados. Hace días, viendo una película ambientada en la guerra civil española, me enterneció el esfuerzo de una maestra por seguir con su labor de alfabetizar a un grupo de niños, a pesar del horror circundante. En esa secuencia los chicos estaban muy atentos, como si supiesen del privilegio y la libertad que esa maestra les estaba ofreciendo. Una escena tan distinta a las de otras películas en las que los alumnos, en plan chulesco, retan al profesor, pasan de todo y lo único que esperan es que suene el timbre para salir a fumar.
Aprender nos hace libres, nos ayuda a expresar lo que sentimos y a determinar heridas sin nombre, para que se vean expuestas y se desdibujen. La educación nos ofrece, entre otras cosas, la posibilidad de formar parte de los que hacen y escriben la historia. Lo contrario es vivir sin voz, una voz que se le niega a tantos. Allí donde la pobreza se perpetúa la educación brilla por su ausencia. Los pueblos con más analfabetismo son también los más vulnerables a extremismos y tiranías. Cultura y educación son las alas de las mentes librepensadoras que podrán mirar al presente y al futuro con perspectiva, sin resentimiento, pero con pensamiento crítico, sin avaricia, más con la ambición suficiente para desear cambiar las cosas.
Últimamente voy a menudo a la Biblioteca pública de mi barrio y me pone contenta verla llena de jóvenes estudiando y trasteando entre las estanterías. Me alegra que ese acceso a la literatura y a ese espacio de paz que acoge en plena ola de calor y de frío a los que aman leer, siga en pie y no haya sido barrido por la especulación o por otros intereses largos de listar. En esa biblioteca lo que abunda son voces diversas, miríadas de historias distintas que conviven en sus anaqueles perfectamente marcados por Saveria, la bibliotecaria. Allí huele a papel y a café y a libertad y da gusto pasar las horas en compañía de amigos tan entrañables.
El caso es que cientos de millones de niños no hablarán de la vuelta al cole este mes de septiembre, simplemente porque no se lo pueden plantear. El tema es más triste cuando nos referimos a las niñas que, en parte del mundo se consideran meros instrumentos de reproducción y adoctrinamiento, sin voz ni voto, castigadas y ajusticiadas si se atreven a reclamar los mismos derechos que sus compañeros.
Otros se conforman con terminar la educación obligatoria y tiran la toalla no porque ese sea su deseo, sino porque han de colaborar en la economía familiar y no pueden costearse ya más estudios ni más tiempo, un tiempo que corre en su contra.
En tanto en cuanto todo son noticias de guerras y los países continúan elevando la inversión en armas y en nuevas tecnologías, la brecha entre que podrán acceder a formación más o menos completa para competir en el mercado laboral y los que se quedarán en la cuneta sin oportunidad ninguna, se ensancha y crece como un abismo que se traga el futuro de millones de niños y jóvenes. Las guerras, además, se reproducen en el caldo de cultivo de la miseria y la ignorancia, de forma que deberíamos preguntarnos de qué manera la inversión en defensa y la inversión en educación encuentran un punto de equilibrio que no fomente precisamente lo que se está tratando de paliar, la violencia enquistada y los conflictos bélicos.
Los afortunados de la tierra que este mes comienzan sus clases y podrán sentarse en un aula confortable a la que accederán en transportes cómodos y climatizados, deberían ser conscientes del privilegio que tienen y de la suerte que corren tantos otros.