11/06/2023
 Actualizado a 11/06/2023
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Qué simpático me resultó la semana pasada imaginar a mi querida Marta Redondo en el papel de niña urbanita del visillo. O así imaginé yo la estampa que describe «chequeando» desde un séptimo piso de Padre Isla a los pasajeros que esperaban ante la estación de Feve para coger el tren, elucubrando quién iría hacia su pueblo. Y qué entrañable y familiar, al avanzar la lectura de su columna, encontrarla ya veraneando, más ruralizada, sin visillo y acodada ante su casa del pueblo, espiando al mismo tren, pero por la otra punta. En ese caso, no identificando pasajeros, si no haciendo lo que haría cualquier niño de cualquier pueblo por el que un tren atravesara la infancia: hacer recuento de vagones, perdiendo mil veces la cuenta, de la hipnótica caravana negra que los ojos infantiles veían desfilar con la misma admiración que se mira lo que se aleja sin rozarnos. Y no faltaba razón a los rapaces porque aquel convoy de apariencia humilde avanzando a duras penas entre valles, serpenteando montes y retorciéndose por la vía estrecha más larga de Europa, transportaba el oro negro salido de nuestras cuencas mineras, rumbo a las acerías vascas. Aquel tren de aspecto extenuado que paraba en los pueblos como con un ataque de tos seca y subía las cuestas con quejidos de animal herido, unía mina con fuego, carbón con acero y las cuencas mineras con los hornos. Minería con siderurgia. Unía riqueza con riqueza y era el motor económico del país, pero nosotros no lo supimos.

Nosotros tuvimos un tren. Sólo uno, pero con muchos nombres. El viejo tren hullero. El de La Robla, el de Feve, el de vía estrecha, el de Matallana… El tren minero... Hasta los pueblos sin estación, teníamos tren y a veces lo llamábamos ferrocarril para alargar su paso. Sí, teníamos el mismo, el que unía riqueza con riqueza, aunque para nosotros sólo era el tren de vivir y en sus viejos vagones viajaba la vida de una comarca a otra. Era un tren de morriñas e internados que sabía mucho de penas pequeñas porque, a falta de escuelas, recogía niños de trigo y guadaña en verano, los llevaba a seminarios de invierno. Y a niñas de trillo en agosto que dejaba en conventos. Algunos de ellos, sin viaje de regreso atrapados por vocaciones entre pilares religiosos.

El hullero no era un tren de pasajeros sentados. En sus vagones hervía la vida entre fardeles y canastos, gallinas y manzanas, los días de mercado, compartiendo espacio y traqueteo con ganado y tratantes de sombrero y puro, los días de feria. Además del carbón rumbo al fuego, humanos con fardeles de nostalgia y balidos de ganado, viajaban secretos, declaraciones de amor y buenas y malas noticias custodiados en sacas que los carteros recogían en las estaciones y repartían por su zona con bicis, burros o caballos… Y mientras la vida rebullía en los vagones, maquinistas, fogoneros y empleados, aprovechando el calor de la sala de vapor, preparaban la Olla ferroviaria, ese puchero con legumbres, patatas, carne, tocino, morcilla, chorizo… que hizo de la necesidad virtud y permitió comer caliente a los ferroviarios en los interminables viajes entre León y Vizcaya, dejando esa preciosa tradición que tantas fiestas, reuniones y concursos protagoniza hoy en día en nuestra provincia.

Pero desaparecido el carbón y sus ganancias, los de la calculadora no vieron rentable ser simplemente la conexión de una provincia que sigue existiendo. Empezó la supresión de servicios y el desmantelamiento encubierto. Viajes cancelados, atrasos y retrasos. Usuarios viajando gratis por no haber revisores a quien pagar, provocando pérdidas que aboquen al tren hacia una vía muerta que después justifique su cierre. Admitimos que no es tiempo de que carbón, animales, correspondencia, mercancía y viajeros compartan traqueteo y curvas. Eso ya es vapor, es historia y riqueza cultural. Lo que no es admisible es el olvido y aislamiento en el que pretenden dejar al medio rural. Contra el aislamiento sólo nos queda la denuncia pública hasta aburrimos a nosotros mismos y contra el olvido del Hullero, tenemos el Museo del Ferroviario de Cistierna. Primer museo dedicado a la memoria, a las personas y sus historias, a obreros, ferroviarios y pasajeros…

Hace doce años que Marta no puede ‘chequear’ la salida de pasajeros desde el séptimo piso de Padre Isla porque la estación está cerrada y los pasajeros deben hacer dos kilómetros en autobús para ir a coger el tren. Tampoco podría contar vagones en Matallana, pero, para compensar, hace una semana, oyó recitar en vivo y en directo al gran poeta Gamoneda, cuyo poema ‘El tren de Matallana’ es el mejor homenaje rendido a nuestro tren hullero. Un poema que empieza mencionando «un tren de campesinos viejos y de mineros jóvenes» y termina cruzando «pueblos de sonido humilde: Pardavé, Pedrún, Matueca…»

Ya no están los campesinos viejos ni los mineros jóvenes, sólo quedan los pueblos de sonido humilde y su derecho a un tren cosiéndolos. Aquél que tanta riqueza generó sin saberlo nosotros. El que ya sólo provoca calma y vapor en la memoria…
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