No creo que sea algo antropológico, pero… es posible que a los que somos de pueblo se nos note y mucho, además da lo mismo que seas babiano, omañés, luniego, lacianiego, berciano e incluso mechendero, entre otros leoneses, ya que debe ser algo que llevamos tatuado en la piel o en el ADN, puesto que los veraneantes, de aquel entonces, hay que reconocer que nos impactaban. Y daba igual que regresaran por el estío de Francia, Alemania, Suiza, Barcelona o Madrid… ¡si bien ya nada es lo que era!
Para un observador medio los veraneantes, de entonces, se distinguían por su manera de vestir: polo y pantalón comprados en rebajas y zapatos de piel de cocodrilo, por no hablar de las insignes minifaldas de los años 70 ¡auténtico furor entre el paisanaje! ¿O piensan los jovencitos que sus abuelas no las traían? ¡Pues sí, y hay que ver qué bien les quedaban!
Pero quizás lo que más llamaba nuestra atención eran los olores que se gastaban que podría ser por las colonias que utilizaban. Además, probablemente, tendríamos activado el sentido olfativo en grado sumo, ¡digo yo!, pues estábamos acostumbrados al hedor del cuito (estiércol), a cabras, vacas y ovejas, ¡a naturaleza viva!, mientras la higiene era casi una petulante obscenidad más allá de en verano y aun con el agua fría hacerle una visita al río, por lo que el buen olor llegaba a nuestra nariz cual maná de alborada.
Y hablemos de las fiestas en los pueblos, ¡lo más de lo más!, que era cuando el paisanaje intentaba estrenar una prenda, a la vez que lucía un reciente corte de pelo hecho por algún vecino, y bronceado agrícola o ganadero desemejante, ya que las mujeres tapaban la cara con un pañuelo y los hombres iban tocados por boina o sombrero de paja. Fiestas a las que acudíamos muchos, sí, pero sin llegar a ser «congregaciones de muchedumbre», que decía el rey Fernando VI allá por el año 1751. Salud.