18/07/2019
 Actualizado a 16/09/2019
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Los primeros hombres que viajaron fueron nuestros tatatatatatarabuelos africanos que acababan de bajarse de un árbol. Así conquistaron el mundo. Pero no cuentan. Los verdaderos instigadores del viaje moderno fueron los románticos ingleses. Como esta raza tiene el increíble don de joder todo lo que tocan, gracias a ellos, el turismo se ha convertido en una desgracia. ¿Por qué? Pues muy sencillo: viajar se ha convertido en un ‘tour de force’, en un desesperado intento por no estar quieto. Parecería que la quietud, la calma, es mala y qué, como tal, debe de ser erradicada de nuestras vidas. De toda la gente que conozco y que viaja, sólo dos personas saben hacerlo. Nunca van una semana a un sitio nuevo. Van, como mínimo, un mes. En ese tiempo sí es posible ver, oler, sentir y gustar cómo vive el pueblo o el país que te acoge. En el tiempo que el resto de los mortales, repito, que conozco, dedica a este menester, es imposible hacerlo. En una semana o semana y media sólo puedes hacerte una idea y muy por encima. Pero ni eso. Muchos cogen un avión, se pegan una paliza de diez horas de vuelo, van al hotel y... no salen de él. Bien mirado, no les hace falta. En él hay comida, bebida, piscinas, incluso playas privadas, discotecas, comercios y hasta casas de putas. Todo ello en un recinto de unos pocos kilómetros, con seguratas vigilando. No van, ni locos, a ver una ciudad, un museo, unas iglesias; jamás comen fuera de su nuevo territorio de confort, no vaya a ser que pillen un andancio y que les lleven los demonios. Y, si lo hacen, van a la misma cadena de pizzas o de hamburguesas que visitan en su pueblo, allá en la lejana España. ¿Interaccionar con los nativos? ¡home, por Dios!, ¡sólo faltaba! Eso, queridos, no es viajar. Es hacer el canelo, es darse un palizón de viaje para hacer lo mismo que harías en la playa de San Lorenzo, pero con muchos más prejuicios. Antes, por lo menos, se pensaba que viajar quitaba el «pelo de la dehesa», que nos hacía más abiertos, más inteligentes, más empáticos. De nuevo, una mentira. La gente que más viaja de España son los catalanes y todos sabéis lo cerriles y pueblerinos que se han vuelto. No. Viajar no es una panacea. Ahora que lo hace todo el mundo, a los mismos lugares y al mismo tiempo, es agobiante. Estar en la plaza de San Wenceslao, en Praga, un día de julio o de agosto, es correr el riesgo de encontrarte con tu vecino del quinto izquierda, ¡joder!, con lo mal que me cae el cabrón. Lo justo para estropearte el día y si, por desgracia, se acerca y te saluda, las vacaciones completas. No. Viajar no es irte a una playa y asarte como un boquerón, vuelta y vuelta. Eso, repito, es hacer el canelo. Viajar es, en principio, dejar la prisa en casa. Con prisas no ves nada de lo que deberías ver. Viajar es caer en un lugar que no conoces y ser uno más entre la gente que vive en él. Es comer cosas que no pensarías comer ni en la peor de tus pesadillas. Es hablar con el paisano que está sentado en el banco de una plaza. Es beber lo que beben los demás. Es pasar calor, o frío (da lo mismo), mientras caminas diez kilómetros para ver una cascada, un monte o un río. Es pensar en el idioma en el que piensan ellos. Es volverte transversal y lograr cruzar esa linea roja que nunca pensaste que pasarías. Es decir «no es no» al pesado del niño que intenta tirar de ti para que vayas a comer al restaurante de su familia. Es abrir los ojos y ver todo lo que hay en el camino antes de llegar a la meta que te has propuesto. Pero, ya digo, quitando a dos que conozco, esto no lo hace ni Dios. Viajamos porque si no lo hiciéramos seríamos bichos raros, enfermos de galbana y de tedio. Nos mirarían mal todos nuestros conocidos y, en consecuencia, no ligaríamos ni con la más fea del baile. Porque, ahora, para ligar, tienes que estar muy puesto en series de televisión, en política alternativa y en viajes. «Anda, ¿no me digas que no has estado en la Selva Negra? ¡Hay hijo, no sabes lo que pierdes! Es alucinante. ¡Tanto árbol junto!, ¡no veas lo que mola!». No exagero, ya lo sabéis. Como uno viaja poco, no ve series y se la suda de la manera más absoluta la política, (alternativa y tradicional por igual), ligo lo que liga una coja en una maratón: nada. Pero no pienso renunciar a mis principios. Prefiero estar célibe que ser un espantajo. Uno, que es ecuánime y circunspecto y algo longitudinal, viajaría si fuese millonario, que son los que de verdad disfrutan de esta actividad. Un tipo rico, por ejemplo, iría en barco hasta Australia. Un mes. Alquilaría un todo terreno tipo Mad Max, con valet y chófer, y se perdería por los caminos, de norte a sur y de este a oeste. ¿Cuánto tardaría en llevar a cabo esta aventura?, ¿un mes, dos o tres? Daría lo mismo. Luego, visitaría Nueva Zelanda de la misma forma y, por fin, vuelta a España en otro barco. Una maravilla.

Salud y anarquía.
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