No se portaron bien conmigo los Reyes Magos este año, que me trajeron escondida entre unos calcetines estampados una gripe que me provoca dolores de día y sueños alucinógenos de noche. Con la fiebre por las nubes, mi cabeza empieza a pensar en cosas que no tienen sentido, pues tan pronto imagino que Renfe funciona sin retrasos como que los aviones aterrizan en León a pesar de la niebla como ocurre en otros aeropuertos más defendidos por las instituciones.
En ese estado de duermevela, veo una Navidad en la que los figurones y figurantes que creen hacerlo todo bien muestran por fin su auténtica cara de vulnerabilidad y en la que no tenemos que escuchar tantas mentiras de los que juegan con los demás. Veo la vuelta a un tiempo, que quizá fue real pero parece olvidado, en el que pensamos que los políticos estaban para solucionar problemas y no para vivir a costa de los demás y reírse de todos nosotros como si fuésemos catetos que tragamos con que hoy digan una cosa y mañana la contraria.
Y entre las décimas que tengo desde la noche más mágica del año, sueño con una ciudad en la que la acogida de migrantes no abre telediarios por el odio sin razón. O con una sociedad libre de estafas como la telefónica del router que trae de cabeza a los clientes de Movistar, con telefonazos de madrugada que te ponen el corazón a 200 al asociar esas llamadas con tragedias inesperadas.
Luego me pregunto durante el viaje en paracetamol si hay algo más importante en la vida que la salud. Que todo lo anterior pierde importancia y que lo único que quieres para el año nuevo es que no tengas que esperar tres semanas por una cita médica. Porque ya para entonces no hace falta, doctor. Se habrá pasado el virus a costa de estar una semana sin salir de la cama o tras un paso por la sala de urgencias que tanto nos piden evitar para no colapsar el sistema o porque acabas en la sala 10, con una salud asesinada que no se puso en el primer puesto de la lista de prioridades.