Pequeñas acciones cambian, con frecuencia, la vida entera. Hoy quiero hablarles de mi amigo Vicente, un hombre que desde un pueblo leonés hace cosas importantes, porque la España rural no está vacía, está llena de posibilidades.
Vicente es apicultor y vive en San Miguel del Camino, una de esas pequeñas poblaciones que, rumbo a Astorga, conectan León y Santiago.
Nos conocimos hace trece años porque él quiso que yo le ayudase a entender el lenguaje de la música. De aquella época recuerdo su ya inquebrantable amor por la vida en el campo y su escaso apego a lo urbano. Entonces yo veía en él la encarnación del tópico poético que escribiera Horacio, el Beatus ille y tan bien poetizara Fray Luis en su famosa Oda a la vida retirada: «¡Qué descansada vida/ la del que huye del mundanal rüido, / y sigue la escondida / senda, por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido;» y que Vicente resumió de una forma mucho más visual y contemporánea en su inolvidable: «a mí dame barro».
El caso es que unos años después, esta columnista y Vicente volvieron a encontrarse una mañana de octubre en la que yo tosía como perro afónico y no dejaba de estornudar. Desde muy pequeña los virus me adoran y no hay bacteria que pase por mi casa que no quiera hacerme compañía. Por eso Vicente, a la semana siguiente, me trajo un tarrín de su deliciosa miel y un frasquito con gotero que ha terminado convirtiéndose en mi elixir de invierno, oro líquido y veneración, el propóleo de sus abejas.
«Ocho gotas con el zumo del desayuno de octubre a junio. Cuando se termine, búscame en el bar de San Miguel». Le hice caso y canté victoria. No más virus, analítica de diez. Ahora entiendo por qué esas lindas abejitas son imprescindibles en nuestro mundo.
Toser o no toser. Yo ya les he contado mi secreto, los milagros hay que compartirlos. Si le necesitan sigue allí, jugando la partida, en el bar del pueblo.