Hay una señora cantante de República Dominicana que se hace llamar La Más Viral. La denominación no se refiere tanto a los virus que posea o pueda poseer la señora, sino a esa segunda acepción que confiere la RAE a la palabra: «Dicho de un mensaje o de un contenido: Que se difunde con gran rapidez en las redes sociales a través de internet».
Un merodeo por los sumideros de la red de redes aporta abundante documentación sobre la presencia de la viralidad. Las peluquerías se promocionan ofreciendo los peinados más virales, las versiones ‘online’ de los medios de comunicación clásicos hablan de las tendencias que alcanzan esa veloz difusión que decía la RAE y hasta las plataformas de música en ‘streaming’ tienen ‘playlists’ que recogen este fenómeno.
En realidad la expresión parece estar en retroceso, en comparación con otras alocuciones, pero no deja de ser la referencia por la que luego se midieron todas las demás manifestaciones del empuje de ideas o modas en la sociedad digital.
Y es precisamente esa característica vírica la que sigue condicionando nuestra percepción de la palabra. Los virus, esos organismos infecciosos, han acompañado a diferentes formas de vida desde el comienzo de ésta. Tal vez su característica más interesante respecto al tema que nos ocupa es que sólo pueden reproducirse tras haber infectado una célula, que automáticamente comienza a ser emisora de nuevos virus en progresión geométrica. Debido a ello, y a su resistencia a medicamentos, estos agentes han tenido una resonancia apocalíptica en nuestra psique. El sida, que cercenó salvajemente una generación y marcó a un par más, sigue evocando el horror y el miedo, a pesar de que ya haya dejado de ser una enfermedad mortal. Más recientemente, el covid ha supuesto un impacto no sólo sanitario, sino también social que no podremos calibrar del todo hasta dentro de bastantes años.
En cualquier caso, y aunque no puedan ser considerados como formas de vida propiamente dichas, el mejor pensamiento que tenemos respecto a los virus es su erradicación. Nadie sentiría lo más mínimo que se eliminase para siempre el sarampión o la polio. No generan ninguna simpatía –ya hablaremos otro día del ‘bugchasing’– y nos recuerdan nuestra fragilidad: una ola de enfermedad que se extiende irrefrenable. ¿Por qué habríamos de alabar algo comparándolos con ellos? ¿Por qué alguien querría que se asociaran sus canciones bien ‘pegás’ con una hepatitis?