Pese a su condición azarosa en apariencia, la inminencia de una calamidad había sido pronosticada con insistencia por los sabios oficiales. Sin embargo, poco se confía ya en predicciones apocalípticas; tan limitado es su crédito como grande el esfuerzo que requeriría otorgárselo. Hay incluso quienes tachan esa ciencia de superchería, pese a que sus vaticinios se cumplen como maldiciones. Ignorar advertencias ciertas torna el futuro más negro, pero cerrar los ojos se ha convertido en la elección de una muchedumbre creciente. Y el destino de las casandras se conoce bien.
El aviso cierto de este embate no llegó a quienes debía. Y el pueblo, como también es costumbre, lo sufrió: muerte, agonía, destrucción, pérdida, necesidad… Formas distintas de la ira divina y humana se abatieron sobre una tierra inadvertida. Nadie se hizo responsable.
Antes de la inoportuna visita protocolaria bandas instigadoras y quienes se beneficiaban del desconcierto que propagan alentaron algaradas en beneficio de sus sombríos intereses. Como también es común, se aprovecha la justa indignación de quienes, perdiéndolo todo, no tienen más que perder. Por repetirse la historia no deja de ser cierta, solo apesadumbra que lo haga sin remedio una y otra vez.
Cuando la comitiva se acercó comenzaron los gritos, los desaires, las imprecaciones. Una furia cebada se apoderó del gentío que se congregaba alrededor, como otras veces, aunque esta ocasión no lanzara vítores, sino reproches y algún que otro objeto. El rey solicitó calma y el pueblo, tal vez infundido aún de aquel respeto ancestral y absurdo a la majestad, por su decretada inocencia o a causa de sus gestos magnánimos, pareció aplacarse. Hubo quienes buscaron o venían buscando para su cólera un sumidero menos elevado y la emprendieron a insultos y golpes con el gobernante, que se retiró obligado por las circunstancias y para evitar males mayores. El monarca porfió aunque no debiera; pero conocida es la voluntad caprichosa de quienes nacen para mandar sin tasa. A su sombra, el taimado barón, responsable último del mal gobierno y la escasa atención a los vasallos que tiene encomendados, tal vez rumiaba un ventajismo miserable sobre el bando al que pertenecía el gobernante afrentado, a quien nadie asistió.
Algunas proclamas ensalzarían después el arrojo del monarca, confundiendo su obstinación, que pudo ser aciaga, con lo gallardo, y sus pláticas con una auténtica explicación. La opinión se dice libre y hoy en día las certezas se ahogan en galimatías partidarios.
Lejos de esos lugar y momento, el bardo entonará estrofas de una endecha paradójica sobre el beneficio que de todo esto habrán de obtener quienes menos deberían, pues niegan la causa de lo sucedido o negaron y niegan ponerle remedio cuando sabida era y es. También cantará sobre los manejos del señor feudal que intentó descargar su culpa arrojándola sobre otros, o sobre los caudales de un reino que ahora demandan quienes otrora desean menguarlos. ‘Nihil novum sub sole’.