29/05/2024
 Actualizado a 29/05/2024
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Realizamos nuestro primer viaje a Ancares en los inicios de los años ochenta del ya pasado siglo. Eran muchas las expectativas que en él nos planteábamos: conocer y documentar las pallozas, hablar con las gentes y recoger todo tipo de aspectos de la vida tradicional, materiales e inmateriales, advertir el medio físico en el que las poblaciones se hallan…


Íbamos con toda la ilusión de quienes tienen conciencia de ir a indagar en lo que puede ser considerado un territorio ‘mítico’. Llegamos a Vega de Espinareda y queríamos acceder al corazón de Ancares, ese valle tan hermoso de Sorbeira, Candín, Pereda de Ancares, para, tramontando un nuevo puerto, acceder a Balouta.


En uno de los recodos de subida al puerto de Lumeras de acceso al valle que indicamos, al trazar una curva, nos apareció una pintada que, expresivamente, decía: «¡Viva Macondo!». Se trataba de una pintada realizada por un conocedor de esa clave mítica de que hablamos; en ese caso, utilizando una analogía literaria: para el autor de la pintada, Ancares no era otra cosa que el Macondo de ‘Cien años de soledad’ del colombiano Gabriel García Márquez.


Esto es, alguien, en ese nuestro primer viaje a Ancares, nos estaba dando una pista: accedíamos, al tramontar el puerto y adentrarnos en el corazón del valle, a esos Ancares míticos, perdidos en esas lejanías (seres de las lejanías, llamaba el surrealista André Breton a los pueblos llamados primitivos) y marcado por esa aura con la que Walter Benjamin califica a todo aquello que vive en lo que podríamos llamar la edad de la leyenda.


Recorrimos los pueblos, charlamos con las gentes. Acampamos en Balouta, donde plantamos la tienda de campaña en una pradera, junto a un reguero de agua, a las afueras de la localidad. Y, en un atardecer memorable, contemplamos las pallozas y entramos en una abierta, donde un anciana, su inquilina, nos invitó a sentarnos en torno al hogar y nos regaló con una dilatada conversación, en la que se hizo presente, de varios modos, ese territorio ancestral en el que ella habitaba.


Visitamos al día siguiente Campo del Agua, con los ‘teitos’ de un conjunto maravilloso de pallozas recién restaurados (y que bárbaros y desaprensivos harían arder después), así como Burbia. Luego, hemos vuelto en no pocas ocasiones y siempre nos ha fascinado todo lo que hemos ido conociendo de ese Macondo leonés que es la comarca de Ancares.


Pero hay en León otros Macondos; dejados de la mano de Dios, como todos los ‘macondos’. Y, entre tales macondos, no quisiéramos dejar de citar La Cabrera, tanto la alta como la baja, el valle de Fornela, y, avanzando del oeste al este, por el norte de la provincia, también hemos detectado esas lejanías bretonianas en el valle de Arbas (preferimos nombrar el topónimo como palabra llana), y, continuando el recorrido, ya en plenos Picos de Europa, los valles de Sajambre de y Valdeón, sin excluir otras áreas en torno a Riaño.


Porque esos ámbitos geográficos de las lejanías, esos macondos míticos, son como sagrarios, como reductos –en su abandono y olvido, ay– de un modo de vivir que tendríamos que conocer mejor y que valorar mucho más de lo que lo hacemos, porque en ellos está una huella de gran importancia en el itinerario de los seres humanos a lo largo del tiempo y de la intrahistoria.

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