Tengo una edición guapa de ‘Una habitación propia’. La traducción cercana de Borges no hace en ella más que dejar a mis ojos lectores comprobar a cada rato que el ensayo sigue vivo. Que Virginia Woolf sigue viva entre sus líneas y, por eso, la escribo en presente.
Esa habitación es en su pluma el paradigma de la libertad soñada. Reclama en sus párrafos lo que en su contexto pudo parecer mucho y hoy no es tanto. Hoy, quizá, reclamaría más ‘Una vivienda propia’ y, dejando a un lado feminismos –que nunca del todo–, vendría a decir algo similar: que no hay un todo sin cada una de sus partes, que no existe un mundo libre sin la libertad de quienes lo habitan. Que no hay libertad que valga sin la consabida independencia.
A mi generación le ha tocado creer que eso es cosa de afortunados y que no vale lo mismo para todo el mundo. No es igual la libertad de esos caseros que duermen en colchones de billetes que la de esos otros cuyos pagos los acolchan. No es la misma la de los propietarios especuladores que se aferran a un libre mercado especulativo que la de quienes trabajan en varios sitios diferentes, sin descanso, para costear el alquiler. Y el debate llega cargado a las televisiones, a los medios, a la calle, siempre entre palabras vacías que se reiteran hasta la saciedad.
Y la juventud se abre hueco –sólo a modo de término– en los discursos y las respuestas de los políticos de ese y aquel otro color. Aparece entre sus declaraciones de intenciones como un complejo de rimbombancia. La jota suena contundente entre sus tonterías. Resuena ácida en la boca de unos mayores que no creo que recuerden lo que es ser joven. Sus contundencias convierten el estadio vital en el caramelo dulzón que a todos nos seduce por su envoltorio hasta que, al abrirlo, ya humedecido sobre papilas gustativas, descubrimos la amargura en todo su esplendor.
Y camina la juventud por un terreno yermo que, de tanta maleza, no encuentra el camino liso para avanzar: es más fácil pasear sobre llano que por entre las piedras de las Cercas. Caminamos ensimismados hacia un horizonte que nos prometen libre, cuestionando el significado de la tan manida libertad. Avanzamos, ateridos, clamando al cielo contra esa voz que nos cogen prestada; nos la arrebatan en una suerte de adorno para sus diatribas. Paseamos, ya casi cabizbajos, siempre en busca de esa independencia. Nos visualizamos allá por el futuro, en la casa de unos padres machuchos y jubilados, refugiados entre diplomas de carreras, títulos de máster y documentos doctorales como el mendigo entre cartones. Nos vemos siempre a la espera de encontrar esa habitación –esa vivienda– propia de la que escribía –de la que escribe– Woolf.