Una de las cuestiones que más importa a los ciudadanos de cualquier país o territorio es la vivienda. Todos necesitamos un hogar digno en el que vivir y es un derecho reconocido por la Constitución Española.
Tras sucesivas crisis económicas, una pandemia y guerras que alteran la economía mundial, el mercado inmobiliario está poniendo difícil a muchos ciudadanos el derecho natural a poder tener una casa en la que cobijarse día a día con estabilidad y continuidad.
La mayoría de las personas eligen comprar, es un modo de adquirir una propiedad y saber que, salvo catastróficas desdichas, nadie podrá echarte de esas cuatro paredes que con tanto esfuerzo y sacrificio has ido pagando salvo la muerte.
Otros no tienen la misma suerte o las mismas posibilidades porque cada itinerario de vida es muy distinto en origen, entorno, familia, apoyos, suerte, circunstancias. Además, hay quien prefiere y es legítimo, no atarse a una ciudad ni a un edificio.
La nueva Ley de Derecho a la Vivienda, ya sea por inseguridades jurídicas o un mal cálculo, deja ciertos criterios en zonas ambiguas, lo que está desestabilizando el mercado, incitando a la especulación y al abuso por parte de los propietarios que pueden expulsar al inquilino a la mínima para vender su casa o destinarla al turismo, cuestión que en algunos casos se convierte en un absoluto drama, ya que los precios del alquiler están por las nubes y los requisitos de admisión cada vez son más altos, tanto para familias como para jóvenes; de hecho, el video de un chico madrileño se ha hecho viral en las redes al responder a su potencial casero: «déjeme ver si puedo donarle un riñón para ser su arrendatario».
Sin hogares asequibles a precios razonables y seguridad jurídica que ampare a propietarios e inquilinos, un derecho fundamental se está viendo ultrajado. Y sin ese derecho, el efecto dominó hará que caigan otros fundamentales. No nos extrañemos de futuros éxodos. Así está España.