Desde joven, una de las canciones que más tarareé, que más intenté bien entonar, fue la zamba titulada ‘¿A qué volver?’, de Marta Mendicute y Eduardo Falú a quien se la escuché en mis veinte años. Desde entonces, me acompañó muchas veces su primera estrofa: «La casa ya no es la casa,/ el árbol ya no es aquel./ Han volteado hasta el recuerdo,/ entonces, ¿a qué volver?» Su recurrente presencia coincidía con nostalgias –le crecían y crecen a uno las distancias y las definitivas ausencias– o desapegos, desprendimientos, de las cosas. Para lo de las personas me trato con Erich Fromm, su ‘Arte de amar’ –a las personas se las necesita y añora porque se las quiere y no se las quiere porque se las necesite o añore– y eso me alivia. Bueno, él utiliza el verbo amar, pero como a ese verbo lo tengo por cegador, exclusivista y excluyente, la verdad, apenas lo conjugo y, si lo hago, con mesura. En lo de las cosas –repito: cosas– sí cada vez practico más: ¡hay tanta libertad en prescindir, en precisar menos de ellas! A qué andar con bienes inventariables si uno va estando amortizado y, en nada, caduco. Mejor atesorar intangibles y tararear el ‘Honrar la vida’, de Eladia Blazquez, y el ‘My way’, de Claude Francois y Jacques Revaux.
Porque son esos tesoros intangibles, –la belleza que brinda la naturaleza, la joya que es un amigo, una amiga, una amistad (ni amiguete ni amiguismo); una conversación enriquecedora; el aire limpio, las luces y sombras de un bosque, el hablar de unos hórreos ancestrales, la música antigua y popular, la callada solidaridad, la comunal ‘cendera’, algunas tradiciones (quién me lo iba a decir a mí); la sana alegría del común de una aldea, la consciencia de las pequeñas cosas, la conciencia de su valor; el regalo, don, de una buena acogida; el tiempo y el cariño dedicado a hacer un bastón de sauce rizado, retorcido como un ‘porraco’, que te regala un hombre, una larga vida, un amigo, Julio, nacido de una emoción común, el entonar ‘La mina y el mar’; la lectura, un lento paseo en soledad, la lágrima o la sonrisa que produce un recuerdo, una buena, aun dolorida, memoria– los que te susurran «a qué volver».
Volver para ver, para creer, para bienquerer lo mejor de la humanidad a donde has conocido diluvio universal y paraíso, donde has sido acogido como si fueras un nuevo amigo de toda la vida, que diría el gran, bueno y buen Antonio Merayo. Volver a Felechas, como mínimo, cada primer sábado de agosto, porque es volver al humano Paraíso, a Paraíso Felechas.
Volver a Paraíso Felechas
05/08/2015
Actualizado a
11/09/2019
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