23/02/2025
 Actualizado a 23/02/2025
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Al estallar en julio de 1936 el «alzamiento nacional» –eufemismo de guerra civil en boca de los que la originaron contra la II República–, León pasó a ser una ciudad que quedó rápida y totalmente en manos de los golpistas, en su mayoría militares y falangistas.

El desarraigo sucesivo en la sociedad española de la convivencia entre los de abajo y los de arriba, izquierdas y derechas, devino en una lucha tan rebosante de odio hasta el tuétano, que, en la creencia de no conseguir acabar con el contrario, éste acabaría aniquilándote. Un desajuste tan lejano de considerar la posibilidad una resolución pacífica entre los enfrentados política, económica y socialmente que, como así aconteció, fue mejor jugar el papel de víctima o verdugo, de si no estás conmigo estás contra mí. Coyuntura en que era imposible la imparcialidad, la llamada tercera España. Todo era en ella extremismo –y León no era excepción– de alfa u omega, azul o rojo, diestra o siniestra, sin posibilidad de tintes intermedios. De un lado, el odio destilado lentamente durante años en el corazón de los desposeídos; del otro, el odio espontáneo de los soberbios nada dispuestos a soportar la insolencia de los humildes. Como ya advirtiera Ramón J. Sender –uno de los tantos españoles que logró escapar de España hacia los Estados Unidos, pero que no pudo evitar que los insurgentes fusilaran a su esposa y a su hermano–: «Hubo miserables hijos de puta de los dos lados. La diferencia es que los poderosos envilecidos no tienen disculpa (vid. Marcelino C. Peñuelas, ‘Conversaciones con R. J. Sender’, Madrid, Magisterio Español, 1970, p.204).

En el caso concreto de León, no hubo equilibrio de fuerzas. Apenas en la provincia una corta resistencia de los adeptos a una República legalmente constituida. Solamente los del bando sublevado, más conocido como «nacionalistas», pudieron encarcelar y exterminar impunemente, no solo a los principales cargos republicanos, sino de no dejar títere con cabeza un total aproximado de 3.000 víctimas entre muertos en los frentes, fusilados, encarcelados y represaliados. En el caso de que en la refriega hubiese triunfado el bando republicano, como lo fue en Madrid o Barcelona, entre otras localidades, queda la incógnita de saber lo que en León hubiese acontecido. 

Y en esa situación de bandos ferozmente enfrentados, la mayor posibilidad de lograr la victoria recayó en quienes tenían un mayor número de efectivos militares para combatir, es decir, el ejército. Con altos cargos que, en su mayoría, no solo renunciaron a colocarse como apaciguadores del envite fratricida, sino que tomaron la iniciativa de la sublevación. Además de la fuerza irresistible que le daban la disciplina y el efecto decisivo de las armas, la insurgencia contaba con otras dos ‘armas’ poderosas por entonces: la Iglesia y los ricachones. Por parte republicana, si bien recibió el apoyo soviético y el de las llamadas «brigadas internacionales», no fue capaz de contrarrestar el envite potente del nazismo alemán y del fascismo italiano que vinieron en ayuda de los sublevados determinando decisivamente la victoria. 

Una guerra civil que ocasionó alrededor de un millón de víctimas entre muertos, heridos y exiliados, amén de miseria, destrucciones, retraso económico de cuarto de siglo y otras desgracias. A caballo de la «cruzada» sobrevino una férrea dictadura de casi medio siglo de andadura que algunos hoy miran con nostalgia, volviendo a los extremismos, por no decir a las andadas. 

 

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