Hay un hombre en El Crucero,
barba espesa y gris,
gorro vagabundo,
uñas de maleza y sol.
Le oí cantar una vez:
su voz era débil y dulce.
Es fácil hablar de los pobres,
de su enajenación,
de sus delirios,
de su mirada absorta y grave.
Y olvidarnos de su voz.
A veces,
se parece a esos pianos
de teclas desamparadas,
o a esas criaturas furtivas que,
de amanecida,
bajan solas a beber al río.