Cristina flantains

Ya es hora de optimizar las mentiras

26/02/2025
 Actualizado a 26/02/2025
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¿Conocen la historia de Donald Crowhurst? Yo hace años que estoy al tanto y cada vez que recalo en ella siento la misma angustia vital. Por otro lado, nunca he conseguido empatizar con su causa. Cero compasión, aunque el sufrimiento, de cualquier ser vivo, no me es indiferente nunca.

Cuando ocurrieron los acontecimientos que voy a relatar transcurría el año 1968, Donald Crowhurst había cumplido los 37 años. Estaba casado y tenía tres hijos. Regentaba una pequeña empresa de productos electrónicos para la navegación marina, cuya última novedad era un artefacto ideado por él mismo, el Navegator, que se podría considerar la antesala del GPS. El caso es que, a pesar del ingenio y, por qué no, del buen hacer de Donald, el negocio no iba nada bien. El Navegator había supuesto un sobre coste para la empresa y no conseguía sacarle el rédito esperado. 

Es fácil imaginar lo que para este hombre suponía tener comprometido el bienestar de su familia y no solamente eso pues, como veterano de la Real Fuerza Aérea Británica, el fracaso profesional implicaría también cierta humillación y rechazo social.

Fue por aquel entonces cuando se convocó por primera vez en la historia de la navegación la Golden Globe Race, una regata para navegantes solitarios alrededor del mundo ¡y sin escalas! El premio eran 5.000 Libras (hoy supondrían unos 75.000€). La prensa se volcó con el proyecto y con los nueve participantes: Donald Crowhurst, Robin Knox-Johnston, Nigel Tetley, Bernard Moitessier, Chay Blyth, John Ridgway, William King, Alex Carozzo y Loïck Fougeron. El itinerario: salir de Reino Unido, bordear África y girar hacia el Océano Indico, pasar por debajo de Australia al Pacifico y entrar, otra vez, en el Atlántico bordeando Argentina.

El caso es que Donald Crowhurst era un navegante aficionado, así que se sobreentiende que alcanzara a comprender la dificultad de la prueba, al tiempo que le venía grande. Seducido por la idea –que posiblemente le propuso su publicista– de que participar en la regata con una nave equipada con sus propios productos, el Navegator incluido, y ganar uno de los premios era la solución a sus problemas económicos, hipotecó su casa (si no conseguía completar la prueba debería devolver hasta el último penique), se compró un trimarán bautizándolo con el nombre de Teignmouth Electrón y se puso manos a la obra.

El trabajo de equipamiento lo hizo él mismo sin poderlo completar con éxito antes de la fecha de salida, 31 de octubre. Pero, ya no se podía echar atrás, la presión social incrementada por la intervención de la prensa, la hipoteca, y el espejismo de la mínima posibilidad le tenían atrapado. Así que, el mismo día 31 se lanzó a la mar. 

No tardó en comprender que se había embarcado en una misión imposible y que se estaba jugando la vida. Aún no había llegado a la altura de la mitad del continente africano y la embarcación fallaba haciendo aguas, literalmente. El poco tiempo que había tenido para prepararlo le robo toda posibilidad, si es que alguna vez había tenido alguna. Los instrumentos de navegación, Navegator incluido, no parecían eficaces para semejante empresa. Así que atenazado por la amenaza de un naufragio, cruzó el Atlántico, hacia la otra orilla, y se refugió en una cala recóndita de la costa argentina donde reparo como pudo el trimarán. Seguramente, allí, desengañado, urdió su mentira.

Echó el ancla a varias millas de la costa argentina. Calculó cuanto tardarían en llegar a este punto sus compañeros (243 días). Cumplido este plazo, se pondría en marcha para volver hacia la meta. Así que, tomada la decisión, solo se trataba de mantener su farsa. Mintió tanto y tan bien falsificando los registros de navegación que enviaba, que los organizadores llegaron a creer que sería el ganador de la competición. Pero, pronto se dio cuenta de que iba a ser imposible sostener sus datos falsos ante el escrutinio de los jueces en la bitácora de navegación y decidió que era más prudente llegar el último y conformarse con no perder su casa; estaba seguro de que al último nadie le iba a revisar la bitácora. Cualquier cosa mejor que enfrentarse a su triste realidad. Así que, modelando su irrealidad sobre la marcha, calculaba sobre lo calculado para volver a calcular.

La mayor parte del día la pasaba acomodando meticulosamente las entradas falsas del registro, a menudo más difícil de completar que las entradas reales debido a los conocimientos en astronomía que requiere la navegación.

Construir su mentira para un adversario inteligente fue, seguramente, lo que acabó con él.

El resto del tiempo lo pasaba lidiando con sus fantasmas y escribiendo un tratado sobre una nueva interpretación filosófica de la condición humana que proporcionara una vía de escape a situaciones imposibles. Poco a poco, la desesperación, el desánimo y la soledad fueron arrastrándole hasta el abismo del suicidio. Nunca supo que a la meta solo llegó uno, Robin Knox-Johnston después de 346 días de navegación.

En estos tiempos que corren de mentirosos y brabucones la historia de Donald Crowhurst podría ser optimizada para que su muerte no hubiese sido tan… inútil. Las mentiras colapsan la realidad, la anulan, la aniquilan. Justificar o consentir a un mentiroso es imperdonable. Ponérselo fácil debería ser un delito. 

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