Si uno recorre ciertas zonas de Francia se lleva la sorpresa de encontrar los indicadores con los nombres de los pueblos colocados boca abajo y te cuentan que llevan así desde noviembre del año pasado. Es la queja de los agricultores por los precios de sus productos, por la competencia de otros países y el descontrol de normas impuestas desde Europa, que les hace «andar boca abajo». Nada nuevo bajo el sol de Europa. Son tractores rugiendo en otro idioma, diciendo lo mismo que los nuestros. Es la misma queja germinando en otros campos, en los que nosotros somos el problema, porque una línea llamada frontera nos convierte en competencia.
Así, con el nombre boca abajo, pero sin asomo de protesta, encuentras un lugar en la Borgoña francesa donde hombres y mujeres de cualquier edad juegan a la petanca a diario. Lo hacen al cobijo de enormes árboles de manzanilla, a la orilla del río Anguison. Mientras las bolas de acero ruedan sobre tierra, investigo la vida del agua que, en ese punto, ofrece su muro de piedra como asiento a los espectadores de las partidas de petanca. Y descubro que el Anguison es un nieto del Sena de vida azarosa, un cabeza loca que fluye dando traspiés. Primero de sur a norte, después de este a oeste, y por último, de sureste a noroeste, hasta entregarse al mismo río del que nació, como una muerte prematura tras una vida de solo treinta y un kilómetros de trayecto, sin rumbo fijo. Al otro lado del río desorientado, frente a los jugadores de petanca, hay una casa señorial de dimensiones descomunales.
Pero a pesar de su tamaño, dos sauces llorones consiguen ocultar sus ventanales y cubren la fachada hasta el tejado, para después inclinarse metros y metros aire abajo y acabar con sus ramas bebiendo a morro en el río. Todo es tan enorme como sereno. Tanto, que el puente de piedra pegado a la casa parece de juguete y junto a él, dos pequeñas bibliotecas libres abastecen al goteo continuo de peregrinos que, tras renovar sus libros, continúan la marcha sobre las conchas enclavadas en el suelo, indicando la Vía Lemovicensis, uno de los cuatro Caminos de Santiago franceses. Todo esto puede verse desde un balcón. Eso y unas golondrinas haciendo su tercer nido en la misma esquina, de la misma ventana, del viejo Café abandonado justo enfrente. Sobre la repisa, los restos de dos nidos empeñados en caerse. Y encima, ellas construyendo uno nuevo, empeñadas en quedarse. Hay suficiente vida en una sola mirada, suficiente tiempo en los enormes árboles de manzanilla, suficientes normas para ser cumplidas, en el juego de la petanca. El pasado se esconde en los sauces llorones gigantes doblegados sobre el agua, y el futuro está en las pequeñas bibliotecas libres.
Los peregrinos cruzando el puente son la fe, el cansancio y sacrificio itinerantes. Las golondrinas del viejo café azul con visillos blancos, son el hogar y el descanso.
Podría conocerse todo desde ese balcón, cuyas vistas son una metáfora de la vida. Porque si miras hacia el otro lado, no hay río pero hay una calle empinada repleta de encanto, con tejados altísimos y yedras salvajes envolviendo fachadas, perfectamente podadas liberando puertas y ventanas. Han querido las fechas que varias celebraciones me pillen en ese lugar de mañanas lluviosas y tardes soleadas, mezclando sus costumbres con nuestras tradiciones, celebrando un cumpleaños con una cuelga ‘Made in León’, hecha de rosetones y caramelos, todo de color rosa. Y también hay una plaza empedrada donde la calma construyó su casa y una terraza en la que converge todo, donde pasan las horas con la sonrisa local en la cara, que no perturbó ni el paseo hasta las urnas, dos domingos seguidos. Disimulan el nerviosismo y el temor a que ganen los otros, mirando los pájaros que picotean en el suelo no se sabe qué, porque allí no ponen tapas. Solo en aquella terraza hubo fronteras un día. Fue una tarde que nos convirtió en rivales amigos, obligándonos a acabar como vencedores y vencidos, porque jugaban Francia-España. Como las urnas, también la Roja fue espectáculo dos días en aquella plaza y aunque no me guste el fútbol, fue inevitable sentir orgullo.
Lo que no pusieron en la pantalla gigante es que España aquel día estaba más roja que nunca, sin connotaciones políticas ni futbolísticas. Que había zapatos rojos por todas partes porque en solo dos días, cinco mujeres fueran asesinadas mientras aplaudíamos goles. Eso lo supe después porque no lo gritaron en la pantalla grande de la plaza empedrada. Mientras la Roja era griterío y triunfo, los zapatos rojos eran derrota y silencio. ¡Cómo enfada eso! El lugar idílico pasó a ser gris, creo que los sauces del río lloraban más fuerte y se convirtió en negra una columna que pretendía ser blanca, salpicada por los fuegos artificiales de los cielos franceses. Al saber de las ocho muertes ensartadas en quince días, hasta la cuelga de cumpleaños con la que celebramos la vida, dejó de ser rosa.