Este fin de semana me preguntó inocentemente mi hija qué era la Constitución. La respuesta oficial y adaptada a su edad fue que es un documento en el que están escritas las normas básicas para que podamos vivir en paz y en libertad en España. Mientras le daba dicha explicación, me asaltaban numerosos añadidos a mi definición inicial, que obvié decirlos en voz alta por motivos más que justificados, pero que sí quiero compartir con ustedes.
La Constitución es un arma arrojadiza que utilizan nuestros políticos sin ruborizarse y con fines estrictamente partidistas, manchando de colores políticos lo que debería ser un lienzo en blanco. La Constitución es un documento que está continuamente en boca de muchos de nuestros representantes e ilustres ignorantes, aunque en más casos de los imaginables ni lo hayan leído al completo. La Constitución es aquello que es entendido por algunos corsarios políticos y civiles como una patente de corso. La Constitución es el enemigo común de aquellos que quieren imponer sus pensamientos e ideas sobre la voluntad de la mayoría. La Constitución es ese engendro del diablo, que supura tal autoritarismo dictatorial que permite a aquellos que quieren quemarla ostentar cargos de representación pública, desde los que conspiran para destruirla. La Constitución es ese documento sobre el que algunos y algunas juran o prometen y otros lo acatan por imperativo legal, como no nos queda más remedio que acatar al resto de mortales por imperativo legal su nómina a cargo del erario público. La Constitución es el comodín utilizado y vociferado por algunos políticos durante las elecciones, para la misma noche electoral volver a meterlo en un cajón de su despacho junto a los ejemplares de ‘Juego de Tronos’ y ’50 Sombras de Grey’. Y así me asaltaban un sinfín de descripciones sobre la Constitución. Ahora entenderán por qué no las compartí con mi heredera. Y es que esta bofetada de realidad, está a la altura de la que recibirá cuando se entere que los Reyes Magos duermen en la habitación de al lado.
Reconozco mi simpatía por la Carta Magna, la cual no es perfecta ni tampoco es un texto inamovible con el que tengamos que convivir hasta la eternidad. Mi complicidad con la Constitución viene también dada porque somos de la misma quinta. Ambos llegamos a este país allá por 1978, lo que ineludiblemente significa que ya estamos en la cuarentena. Aunque a pesar de compartir año de nacimiento la perspectiva y los estragos del paso del tiempo en ambos sean probablemente muy dispares.
A veces tengo dudas de si el halo de máxima perfección que se ha dado a nuestra Transición, quizás sea contraproducente y origine unas expectativas que en ocasiones choque con la realidad. Lo que es innegable es que la Constitución ha sido la responsable de que diéramos carpetazo de una manera más que digna a una etapa histórica, que si bien no debemos olvidar sí deberíamos haber superado. Aunque vistos los fantasmas que se quieren resucitar desde distintos puntos de la bancada del Congreso tengo mis serias dudas al respecto. Como decía al inicio, soy de los que defiendo que la Constitución se puede y debe ser modificada para adaptarse a la nueva realidad y a los peligros que acechan a nuestra convivencia democrática, pero al igual que en su creación, estos cambios deben contar con el máximo apoyo y consenso posible entre nuestros dirigentes y entre la ciudadanía. Ardua tarea teniendo en cuenta el virus de la polarización tan extendido en nuestra sociedad.
Y mientras tanto, cruzo los dedos para que mi hija no me vuelva a interrogar sobre qué es la Constitución y tampoco sobre los Reyes Magos, ya que en ese caso no tendré más remedio que decirle la verdad por imperativo legal y ético.
Por imperativo legal y ético
10/12/2020
Actualizado a
10/12/2020
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