"Sonaron unos tiros, gritaron ¡a la calle! y yo corrí, corrí"

795 presos se fugaron el 22 de mayo de 1938 del penal de Ezcaba. Tres alcanzaron la libertad: Uno de ellos, Jovino

Fulgencio Fernández
03/06/2018
 Actualizado a 19/09/2019
Jovino Fernández y su mujer Luisa. Su hija Ana fue quien recuperó los testimonios de la fuga.
Jovino Fernández y su mujer Luisa. Su hija Ana fue quien recuperó los testimonios de la fuga.
Hay historias sobre las que cayó el silencio. Sobre las que se impuso ese silencio de los vencedores y han sido muy poco conocidas y después olvidadas. Una de ellas fue la fuga más importante de una cárcel española, el penal navarro de Ezcaba, la gran evasión, estas semanas hizo 80 años pues fue el 22 de mayo de 1938, domingo: 795 presos se fugaron... aunque sólo 3 alcanzaron la libertad.

El silencio sobre esta historia conlleva el olvido de los nombres y las gentes que la protagonizaron y uno de ellos es el leonés, de Santa Marina del Sil donde nació en 1908, Jovino Fernández González, uno de los tres que logró la libertad junto al salmantino Valentín Lorenzo, de Villar del Ciervo; y el segoviano José Marinero, de Dehesa Mayor. Sólo ellos llegaron a la frontera.

Una vez superados los tiempos del silencio sobre la fuga comenzaron a publicarse diversos trabajos, sobre todo de Fermín Ezkieta Yaben, autor del libro ‘Los fugados del fuerte de Ezkaba’, después de una década de investigaciones.

Al cumplirse ahora los 80 años de la evasión se han sucedido los trabajos -entre ellos una nueva edición de este libro con nuevos datos- y en todos se repiten los nombres de los tres que lo lograron, con Jovino Fernández, nacido en 1908, que llegó a Urepel, donde existe una ruta de montaña que lleva el nombre de ‘Los fugados de Ezcaba 1938’, el mismo nombre de una página web en la que se recogen todo tipo de testimonios sobre esta ‘gran evasión’, entre ellos los de Ana Fernández, la hija del leonés Jovino.

El citado Ezkieta explica el silencio impuesto: «Esta evasión, que pasó por la puerta de nuestra casa y es la mayor fuga de la historia carcelaria en Europa, ha destacado por otro motivo: el silencio en que quedó envuelta durante décadas. Es paradigmático lo que decía Martín, el pastor que llevó a la localización de la fosa en Burutain donde se recuperaron los restos de seis ametrallados: nunca lo había comentado antes, ni tan siquiera en el ámbito familiar más cercano».

La memoria de Jovino Fernández ha sido posible recuperarla gracias a algunos escritos que él mismo dejó y otros de su hija Ana Fernández Gurruchaga, consciente de que se trataba de un hito histórico y que «debía dejar constancia de las penalidades sufridas por mi padre, pero también por toda la familia».

Así podemos saber que los padres de Jovino «eran gentes sencillas. Ana María González llegó al matrimonio desde las aulas del convento de Astorga, donde no aprendió a leer ni a escribir, pero sí a recitar la Biblia de memoria. El padre, Andrés, era campesino. Jovino fue el tercero de sus seis hijos, que acudían a la escuela cuando había maestro. Cuando no, era con el padre con quien en la mesa de la cocina y papel y lápiz, unían letras a la luz del candil. El verano era para pescar truchas, pastar las cabras, y acompañar al padre a la feria de ganado de Ponferrada. A los catorce años trabajaba en las minas de El Bierzo, hasta que el servicio militar lo lleva a San Sebastián en 1929. La República le sorprende en Santander como albañil y se afilia a CNT. Estaba en las minas de Toreno con la sublevación de octubre de 1934. Una denuncia lo lleva a las cárceles de León, Astorga y a la Modelo de Oviedo. Con el triunfo del Frente Popular y la amnistía, sale a la calle».

Y llega la guerra. Ingresa en las milicias en Luarca, intentan la toma de Oviedo sin éxito, acude a la defensa de Bilbao cuando Mola lanza la gran ofensiva y tienen 800 bajas, se refugia en Santander y finalmente es capturado en el valle del Cayón, un episodio que él mismo relata en Solidaridad Obrera: «En medio de todo, tuve suerte. A la mayoría los asesinaron los italianos. Yo pude llegar a Santander como prisionero. El convento de los Salesianos, la Plaza de Toros, las cárceles de antes y las que se dispusieron al caer la ciudad, todo era poco para el número de prisioneros y detenidos por los invasores. Como éramos muchos, se empezó a suprimir con ametralladora a gran parte. Sin comer, sin dormir, sin atención alguna estuve por espacio de un tiempo que nunca sabré a cuánto alcanzó, esperando ser fusilado».

Sin embargo, el berciano fue juzgado por la Audiencia de León en agosto de 1937 y condenado a muerte, que se le conmuta. «Por fin, comparecí ante una especie de Tribunal Militar, sin que sepa aún por qué me condenaron sólo a 30 años de presidio. Me trasladaron desde Santander al fuerte de San Cristóbal de Pamplona». Tenía 29 años y los recuerdos de aquellos días son realmente duros. «Los civiles me entregaron al jefe del Penal del fuerte de San Cristóbal, como si se tratase de un fardo. Sin ropa, sin colchoneta, sin nada, con mis pobres harapos de prisionero me metieron en la brigada del patio. La comida horrible. Un día en la ración de potaje para cuarenta hombres, pudimos contar hasta 60 garbanzos».

Unos recuerdos que coinciden con los que otros muchos presos ofrecieron a la página sobre los fugados: «hacinamiento, malos tratos, frío terrible y hambre. Mucha hambre. En su caso, en la segunda brigada. Cada nave tenía dos espacios de unos 26 metros, donde se hacinaban 25 presos. Un metro cuadrado por preso, sin camas ni colchones. Ventanas sin cristales y con barrotes... «Había allí tres periodistas franceses detenidos desde los primeros tiempos; creo que desde que se perdió San Sebastián. Uno de ellos fue bestialmente apaleado por los guardianes. Le partieron la cabeza. No sé si habrá muerto. No hubiera sido el primero. El que enfermaba o al que le hacían enfermar, no tenía médico, ni medicina, ni enfermería. Moría como podía. Un médico de Astorga y su hijo murieron por falta de medicinas. De cuando en cuando se organizaba una provocación. Se decía que había sido descubierta una tentativa de fuga y se diezmaba el censo de los presos, sobre todo republicanos y socialistas».

Y llegó la fuga. El caldo de cultivo era evidente, pero no la esperaban, según contaba su hija Ana. «Una tarde, recostado en el suelo de su celda, se fue elevando un estruendo de puertas y cerrojos. En la confusión, un grito anunció: ‘¡A la calle, compañeros. Estáis libres!’. Se encontró rodeado de otros que huían como él» y Jovino añadió algunos detalles: «Me temo que no muchos elementos estaban en el secreto, en estos asuntos si intervienen muchas personas, no se logra el éxito. Lo cierto es que el día 22 de mayo, -era domingo- al atardecer, paseábamos por el patio. Se me acercó un ordenanza del Economato, y me dijo en tono misterioso: ‘¡Hay jaleo! ¡Cuidado!’. Sonaron unos tiros. Entraron en el patio unos compañeros con fusiles y vestidos de oficiales de Prisión. Llevaban cartucheras y todo. Les seguimos. Las puertas del Penal estaban abiertas y la guardia de soldados prisionera y desarmada. Parece que la guardia exterior estaba cenando cuando fue sorprendida. Cómo se logró desarmarlos y dar los primeros pasos del golpe, no lo sé. Nos aprestamos a salir, corríamos».

Y él, precisamente, sí llegó.
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